miércoles, 9 de julio de 2014

Donde el Nalón muere

El Nalón, cuando atisba ya su desembocadura, parece un río cansado, como si soltara un suspiro de alivio ante su inminente entrega. Se abre, se serena, recibe al Narcea con indiferencia y no le importa afeminarse el nombre convirtiéndose en ría. No es que tenga muchos motivos, apenas 130 kilómetros, poco para un río que se precie, pero el ser el más largo de Asturias, y aun de todo el Cantábrico, es un título que exige su esfuerzo. Y eso que ya no lava carbón ni soporta gabarras. El caso es que cuando por fin se libera de las revueltas que ha de dar por la Asturias central y llega a la llanura costera, se encuentra fecundando tres concejos: a la izquierda, Muros de Nalón; a la derecha, Soto del Barco, y en el centro, Pravia.
En Pravia decidió el rey Silo, un día del año 774, instalar la corte del apenas recién nacido reino asturiano. No era mala elección. Además de ser sus tierras, aquí había una vía romana que facilitaba las comunicaciones y un río que posibilitaba la salida al mar. Levantó un palacio, del que nada queda, y una iglesia dedicada a San Juan, que hoy constituye el ejemplar más antiguo del prerrománico asturiano y, desde luego, uno de los pocos bien documentados en cuanto a su autoría: Silo princeps fecit, se lee en su famosa piedra laberíntica. Y además, el buscador de emociones románicas tiene allí un precioso calvario, a pesar de las cicatrices que le dejaron los salvajes que lo quemaron durante la guerra.
Puestos a seguir, uno puede elegir el Aranguín, que es un río que hace honor al valle de su nombre en diminutivo, un río de pocas ambiciones y mucha belleza. Sus apenas 20 kilómetros dan para mucho. Por ejemplo para formar un espacio abierto y apacible que parece resumir el paisaje rural asturiano: pequeñas aldeas diseminadas a lo largo de las orillas, entre praderías y campos de cultivo, quintanas, hórreos, maizales y bosques. Por el Narcea, el valle se hace vega majestuosa, como si por allí anduviera un río centroeuropeo. Este es uno de los paraísos de los amantes del anzuelo y el sedal, que aquí vienen con la esperanza puesta en el salmón o, en todo caso, en la trucha. Cuando el Narcea llega a Forcinas muere suavemente, sin entender por qué le han hecho la jugarreta de tener que ser un afluente, a él, que es uno de los ríos más largos del Cantábrico.
Y hacia el mar, encontrará varias colinas como aquella en la que se detenía un arzobispo de Valencia, asturiano él, que cada vez que regresaba a su pueblo, al llegar aquí y contemplar este paisaje, ordenaba a su secretario: "Descabalga y arrodíllate. Estás en el paraíso". Algo parecido debió de pensar Rubén Darío cuando, a instancias de Pérez de Ayala, lo visitó por primera vez en 1905, porque después volvió durante tres veranos más. Se asentó en San Esteban, en Riberas y en San Juan, donde se cuenta que pasaba los días escribiendo, bebiendo ginebra con hielo que se hacía traer todos los días desde Oviedo, y haciendo cosas como bañarse desnudo por la noche en la playa. Al fin y al cabo estaba en un paraíso, según el arzobispo. Claro que eso no contribuía mucho a menguar su fama de bicho raro.

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