miércoles, 12 de noviembre de 2014

El muro como símbolo

De símbolos nutrimos nuestra convivencia y de símbolos nos servimos para convertir lo abstracto en concreto, de modo que podamos comprenderlo según nuestras limitadas entendederas. Somos animales simbólicos, los únicos. La humanidad sólo avanza a través de símbolos, decía Hamsun, como si en su ausencia no hubiera sido posible el progreso. Hemos tenido que crearnos nuestras herramientas para aproximarnos a entender lo ininteligible o para representar ese concepto rebelde a cualquier definición literal. Con los símbolos accedemos al conocimiento de lo que carece de caracteres formales, nos explicamos lo que no tiene posibilidades descriptivas y hasta organizamos nuestra vida cotidiana. Pero sobre todo descubrimos que tenemos a nuestro alcance la lección permanente que nos enseñan con su capacidad de hacerse reflejo de una abstracción.
El símbolo que estos días se celebra es la caída de un muro, que se derribó hace veinticinco años, en una noche fácil de recordar para quienes pudimos vivirlo aunque fuera a través de las imágenes de televisión. Como siempre ocurre, y como es fácil de apreciar con el reposo que da el tiempo, la emoción del sentimiento se impuso sobre el significado que aquello tenía. Aquella salida masiva, las carreras con los brazos alzados, las caras iluminadas con una sonrisa mezcla de triunfo y de esperanza, los abrazos, los gestos enrabietados con las piquetas arrancando el hormigón, toda aquella explosión de impulsos reprimidos por la fuerza durante tantos años, estaban por encima de cualquier consideración sobre la trascendencia de aquel momento. Luego, el tiempo nos ayudó a ver la enorme dimensión simbólica que se encerraba en cada cascote que caía, y no digamos en cada vida arrancada al pie del muro, desde la de aquel chico, Peter Fechter, que fue el primero y que inspiró la famosa canción de Nino Bravo.
La dimensión simbólica del muro de Berlín, tanto su construcción como su caída, es enorme y ofrece una infinidad de lecturas, todas evidentes y fácilmente señalables. Si los símbolos suelen ser un medio de persuadir, pero no de demostrar, en este caso su valor reside justamente en lo que ha demostrado: que ninguna tiranía puede pensar que un muro es capaz de salvaguardarla del impulso más poderoso del ser humano, que es el de escapar de ella para ser libre; que la mentira impuesta por decreto y el engaño como instrumento de dominación ideológica siempre terminan volviéndose contra quienes los practican, y que aquella noche no asistimos solo a un derribo físico, sino al fin de una perversa utopía, puede que la más ambiciosa de la historia, pero desde luego la que más sufrimiento causó. Y simboliza también la hipocresía de los intelectuales progresistas de este lado, que desde los cómodos salones de sus casas occidentales, a miles de kilómetros, defendían el paraíso al que ninguno quiso ir. Y renuncias y negaciones oportunistas; los partidos comunistas eliminaron este término de sus nombres y se camuflaron bajo nuevas denominaciones; en muchos casos la ideología se fue debilitando sin encontrar más camino que el populismo.

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