miércoles, 23 de julio de 2014

El valle del Sella

Mira, amigo, que esta es tierra de largas remembranzas y aún más largos decires al cielo que nos alumbra. Me atrevo a decirlo de una vez: es tierra sagrada. Por estos valles del Sella, el Güeña y el Ponga, hace ya miles de años que se esconden plegarias a todos los dioses, quién sabe por qué. Acaso la debilidad del hombre ante este entorno, que le empequeñece hasta la insignificancia, haya grabado en su espíritu la certeza de que ha de haber alguien que esté de su lado y a quien hay que dirigirse con sacrificios e invocaciones para tenerlo contento. Que al habitante de la montaña no le azuzan los mismos miedos que al de la llanura, ni sus cielos son iguales, ni le rondan los mismos espíritus.
Por aquí el hombre ya sintió la necesidad de crear espacios ritualizados hace veinte mil años. En la cueva del Buxu, ahí, al lado de Cangas, los dibujos geométricos son ideomorfos que exceden la simple finalidad decorativa, y el bisonte y los ciervos que le dieron fama aparecen en una oquedad en forma de capilla, valga el anacronismo semántico. Y no muy lejos, se plasmó la inquietud por lo infinito en el dolmen de Santa Cruz, luego convertido por Favila en templo cristiano, o sea, un lugar sagrado sobre otro lugar sagrado. En esto las continuidades son recurrentes, como si hubiera temor de alejarse de los lugares elegidos por nuestros antecesores, aunque no de sus creencias. ¿Qué significan los dibujos y las líneas rojas grabadas sobre las piedras? Seguramente algo relacionado con la trascendencia del espíritu y con el misterio del más allá. Estamos en el Neolítico, época de descubrimientos técnicos y revoluciones en las costumbres, de reorganización social y de comienzo de la necesidad de fijar lugares donde una generación pueda transmitir a la siguiente sus valores.
Hacia la montaña, los lugares sagrados tienen advocaciones más concretas y mucho más cercanas a la madre tierra. Los vadinienses, ese pueblo que nos dejó en sus estelas funerarias todo un repertorio animista sobre sus creencias de ultratumba, rendían quién sabe qué culto al bien y al mal, a Belennus y a Tarannus, al sol y al trueno. Beleño y Taranes son hoy dos buenos lugares para seguir rindiendo tributo de admiración a la espléndida naturaleza, que todo lo abarca. Quién sabe si el Tiatordos no fue un dios, si por Los Bedules no suena la brisa con acento de plegaria, o si en lo más profundo del bosque de Peloño no suspira aún alguna xana enamorada sin más esperanza que la que pueda traerle la eternidad.
Y luego está, por supuesto, Covadonga, el santuario de los santuarios. Aquí se funden todos los caminos de Asturias. Aquí se mezclan todas las ideas hasta hacerse una. Aquí los símbolos particulares se deshacen para convertirse en símbolo único de todo un pueblo. Pocas veces un hecho histórico ha sido superado tan ampliamente por sus consecuencias como esta batalla, y aun hoy, el visitante que llega aquí, lo hace movido por el eco de aquella lejana llamada. Que sí, que esta es tierra sagrada y trascendente. De reinos que nacen, de osos que devoran reyes, de anhelos monásticos, de llamadas mágicas y de apariciones providenciales. Ándala despacio, amigo, a ver si me das la razón.

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