miércoles, 27 de agosto de 2014

Por Los Oscos

Como pequeña escapada de verano, a uno le ha dado hoy por ir a Los Oscos. Y aquí está, caminando por un sendero que no sabe a dónde lleva y pensando que a estas tierras occidentales del interior las ha protegido la Historia con su desgana, que también puede ser una buena protección. Les ha dejado lo suficiente para poder mostrar las huellas de su presencia y, al mismo tiempo, les ha privado de muchas de sus esclavitudes. En sus prados y valles, inmensamente bellos, apenas hay más rastros ajenos que los mínimos que el hombre hubo de hacer para sobrevivir de la tierra y poco más. Ni un edificio rechinante, ni una silueta destemplada, ni un insulto de hormigón. Ni siquiera un eucalipto, que ya es bendita suerte.
Los Oscos, como Asturias, tienen un nombre plural, aunque quizá no haya zona de características más unitarias que esta, tanto físicas, como sociales o económicas. La división administrativa en tres municipios es eso, una división administrativa, si bien arraigada y de difícil modificación. En cambio el paisaje, la arquitectura, el habla, la gastronomía y la cordialidad de las gentes son comunes, como también lo son la inquietud actual por su cabaña ganadera y la esperanza de que los nuevos aires económicos traigan una diversificación de los recursos, especialmente a través del turismo. Base material no les falta; proyectos tampoco.
Efectivamente, esta vieja comarca puede ofrecer al viajero que huya de las bataholas playero-veraniegas un número de alicientes lo bastante grande como para que se le quede convertido en un recuerdo inolvidable. Esta es tierra de abundantes manifestaciones culturales, muchas de ellas en espera de una mano amiga que las ponga en situación de ser admiradas más fácilmente: interesantes conjuntos tumulares, castros prerromanos, antiguas explotaciones auríferas, el monasterio de Villanueva, casonas y palacios como el de Mon, ferrerías como la de Mazonovo, museos como el del marqués de Sargadelos, en Ferreirela, capillas, conjuntos rurales de gran valor etnográfico. Y en otro orden, montañas de laderas suaves y senderos de paso lento, que bordean praderías o se adentran en el bosque a la orilla de un río, camino de algún rincón donde quedarse un buen rato en silencio.
Villanueva se apiña junto a lo que queda de su viejo monasterio del siglo XII, que vivió una intensa vida hasta que la Desamortización acabó con él. Aún así, decrépito y malherido en todas sus estructuras, bien merece una visita, aunque sólo sea para sentir un pasado de espiritualidad que contrasta con la invitación panteísta que brinda el entorno. En San Martín la aristocracia rural dejó algunas muestras de arquitectura palaciega y la antigüedad prerromana media docena de castros y una espléndida diadema de oro repujado. Santa Eulalia se asienta sobre una suave ladera, al influjo de todos los aires y todos los soles. Es villa acogedora y apacible que ofrece, por ejemplo, seguir el camino que corre a la vera del río Agüeria, entre castaños y alisos, y llegar, tras poco más de una hora a paso tranquilo, hasta la cascada de Seimeira. Seguramente el visitante sentirá la sensación de ser un descubridor.

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