miércoles, 20 de agosto de 2014

Los derechos de los animales

Como un rito más del verano, todos los años aparece algún pequeño grupo de voces clamantes a favor de los derechos de los animales y contra cualquier actitud humana que atente contra su vida e incluso contra su libertad. Buena intención es, casi piadosa. De una elevada aspiración de confraternización universal y de solidaridad con todo lo creado. Las florecillas franciscanas en lectura actualizada. “¡Oh, hermanitas mías, tórtolas inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger?”. Pero aquí no se trata de amor, que siempre depende del corazón, sino que se exhiben derechos, y entonces surgen algunas preguntas. ¿Se puede conceder derechos a quienes jamás podrán hacer uso de ellos ni se les pueden imponer los deberes que conllevan? Buen tema para sesudas disquisiciones. Como este otro: si se reconocen derechos a los animales es porque se cree que los tienen, y si los tienen es porque alguien se los ha otorgado, pero ¿quién? No pueden derivarse de la ley natural, porque es la propia naturaleza la que impulsa a otros animales a quitarles la vida. O sea, que el derecho a matar para vivir de unos está por encima del derecho a vivir de otros. ¿Cuáles son los derechos de los animales y de dónde salen? Pues quizá de medirlo todo con un rasero antropocéntrico; de pretender aplicar nuestra instalación mental, producto de siglos de desarrollo del pensamiento ético y filosófico, a una naturaleza que es amoral por esencia. La naturaleza exige nuestro respeto, por supuesto, aunque sólo sea por nuestro propio interés, puesto que formamos parte de ella, pero no cabe tratar de influir en sus propias normas.
En este caso, además, no es fácil entender qué se pretende ni cuál es el fin último del proyecto. Algo no encaja cuando sólo se oyen esas voces delante de una plaza de toros. Si se trata de respetar el derecho de los animales -se supone que de todos- a la vida y la libertad, parecidas protestas podrían hacerse ante las sedes de cazadores y pescadores, ante los mataderos, granjas, establos, acuarios, piscifactorías y zoos, ante las droguerías que vendan raticidas e insecticidas y, puestos ya, ante las farmacias que expenden antibióticos, que también las bacterias son seres animados y puede que tengan algún derecho. Porque ponerle unas banderillas en el lomo a un animal de media tonelada sin duda ha de causarle dolor, pero meterle una bala en el estómago a un gamo o clavarle un anzuelo en la garganta a un salmón, no debe de ser mucho más agradable. Se ve que también aquí hay derechos más dignos que otros.
Pues hasta el verano próximo ya no tendremos esas alegres reuniones aconsejando con sus pancartas y sus gritos a quienes entran a la plaza lo que tiene que gustarles y lo que no. Tuvieron que ser días de esfuerzo, porque tratar de convencer a alguien que no tiene ningún interés en ser convencido, procurar hacer cambiar de gustos a quienes están muy a gusto con ellos, debe de resultar un arduo trabajo. Puede que alguno, y sólo para recuperar fuerzas, se haya tonificado luego, por ejemplo, con un bocadillo de jamón ibérico de algún cerdo que hasta hace poco corría libre por la dehesa.

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