miércoles, 13 de agosto de 2014

El maldito virus

Como en uno de los más estremecedores relatos medievales sobre los terribles días de la peste negra, las noticias que llegan de África aterran por su dramatismo, pero aún más por el profundo misterio del que nacen. Muertes hay en todo el mundo y a toda hora, pero vienen encajadas dentro del cuadro de control que hemos logrado definir. Traen consigo una explicación que las justifica y con ella una posibilidad de defensa. Las terribles son las que llegan en masa desde más allá de lo desconocido, sin mensaje previo y sin razón de sí mismas, escondidas tras unas causas ocultas surgidas de la nada, como si no tuvieran más objetivo que recordarnos nuestra condición de seres vivos hechos de pura contingencia. El ébola nos aterroriza porque viene de lo más oscuro del tiempo a enseñarnos que ese misterio que llamamos vida tiene sus propias leyes evolutivas, y que todo nuestro progreso técnico no podrá jamás encauzarlas. Es más, parece como si captaran sus limitaciones y se adaptaran continuamente a él. El virus del ébola es un enemigo mucho más sofisticado que el bacilo de la peste.
En los escenarios de la tragedia, allí donde el impulso primario de la supervivencia se impone sobre todo, es donde la distancia de los siglos se hace irrelevante. El miedo anula todas las diferencias de tiempo y lugar. Estas gentes de hoy hacen suya la consigna de los habitantes de los pueblos medievales apestados, que se sintetizaba en tres adverbios: cito, longe, tarde. Había que huir pronto, lejos y tardar en volver. El terror ante la enfermedad termina volviéndose superior al que se tiene ante la propia muerte. Huir sin mirar atrás, y dichosos los que tienen a dónde ir, como ese misionero que no ha querido apurar su vocación hasta el final como el padre Damián en Molokai.
La racionalidad con que nos hemos ido armando ha despojado a la enfermedad y a sus causas de todos sus envoltorios sobrenaturales. Ya no hay flagelantes que nos enseñen la vía para alcanzar misericordia, ni culpas que echar a los judíos, ni danzas de la muerte que nos la recuerden para saber aceptarla, ni conciencia de ofensa alguna, ni contriciones de corazón, ni apenas fe. Sí una lejana esperanza, de la mano de la ciencia y, siempre, alguna caridad. Pero si la razón nos destrozó aquellos asideros ¿qué nos queda? El mismo terrible qué. ¿Qué sentido último tiene todo esto? ¿Qué enigma se esconde en las leyes de la evolución? Y otras preguntas menos abstractas: ¿De dónde salió el maldito virus? ¿Qué era antes? ¿De qué proceso surgió? En un rincón oscuro de lo más profundo de la selva africana, junto a un insignificante río, brotó este asesino que aterroriza a quienes lo sienten de cerca e inquieta a todos. ¿Estará incubándose ahora mismo otro en algún lugar, quizá con efectos aún más letales? Al final, la inteligencia y el esfuerzo del homo sapiens saldrán vencedores, al menos así ha sido siempre, pero seguiremos sin acertar a explicarnos lo contradictorio de las leyes que rigen la vida. A lo mejor, el tributo que hemos de pagar por formar parte del único planeta donde existe vida es el dolor y el sufrimiento, pero tampoco sabemos por qué.

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