miércoles, 3 de septiembre de 2014

La clase política

Hay que reconocerle a nuestra clase política, y supongo que a la de todas partes, su asombrosa capacidad de adaptación al medio. Nadie sabe hacer tantos quiebros a las circunstancias adversas ni sacar provecho de ellas. Según sople el viento de las encuestas se arría una vela o se iza otra. El rumbo no importa mucho; lo que importa es que el barco vaya siempre por delante de los demás, que el botín espera y sólo se presenta cada cuatro años. Las convicciones ocupan un lugar muy bajo en la lista de motivos de actuación; hay unos cuantos por delante de ellas. Si las circunstancias lo exigen, un mismo argumento se emplea para demostrar una cosa y la contraria; el propósito que hoy se ofrece como ilusionante y luminoso, mañana se desecha porque ya no tiene atractivo, o sea, porque otro lo hizo suyo; el camino que el lunes es válido para alcanzar una meta, el martes es un disparate si lo propone el adversario. Aquella frase de Groucho sobre los principios adquiere materia; se convierte en algo más que un ingenioso chiste.
Durante décadas hemos estado oyendo hablar de la necesidad de una regeneración democrática que dotara de racionalización a muchos aspectos de nuestro sistema, entre ellos el de un reparto de poder más ajustado a los resultados electorales. Se trataba de aplicar la norma más elemental de la democracia: que el ejercicio del gobierno corresponde al que obtiene más votos. Pues ahora que se intenta hacer que sea así, todos saltan en contra de quien lo propone. Todos a mirar las consecuencias y los arañazos que puede causar en sus carnes. Los principios democráticos tienen varias lecturas, y la más acertada es siempre la que uno hace, y la que hace el perdedor es que si la suma de los no votos, por heterogéneos que sean, es mayor que la de los votos del partido ganador, de nada le vale a éste haber vencido en las elecciones. Que el voto del ciudadano, en vez de ir al partido que ha elegido, vaya a beneficiar a otro mediante extrañas coaliciones no advertidas antes, no tiene importancia.
Con la clase política siempre con las espadas en alto, intentar poner remedio a algo se convierte en una labor casi milagrosa. Se nos dice, y nos lo confirman en todos los informes, que la educación de nuestros hijos tiene un nivel de calidad mediocre, pero cada vez que se propone una nueva ley se alzan en bloque las consabidas consignas de rechazo. Se critica la situación económica, pero que no se hable de austeridad para salir de ella. Es el “no” interesado, no vaya a ser que la cosa salga bien y beneficie al que la hizo.
Puede que sea una esclavitud más de la política, ese oficio lleno de esclavitudes que a veces rozan la dignidad personal; el diputado que ha de apretar el botón que le manda el jefe aunque vaya en contra de su propia conciencia sabe muy bien qué es eso. Pero no estaría mal que alguna vez alzasen la vista por encima del mezquino horizonte de su partido y pensasen en el bien general. Que al lado de las críticas se hiciesen aportaciones, que ante los problemas se ofreciesen a buscar remedios. Entre tantas encuestas como hacen podrían preguntar a los ciudadanos si están hartos de tanta ruindad.

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