miércoles, 15 de octubre de 2014

La enfermedad

La lucha más importante que ha tenido que mantener el hombre a lo largo de su existencia en este mundo, la de tratar de pasar su breve vida sin dolor ni enfermedad, la ha librado contra un enemigo invisible. Y siempre la ha perdido. En el mismo hecho de la existencia se coló el germen de su propia destrucción, sin rostro ni materia, tan huidizo y cambiante que resulta indestructible. La historia de esta relación con ese ente misterioso que constituye la mayor angustia de nuestra vida es la historia de nuestro propio desarrollo intelectual. Para el hombre primitivo la enfermedad era la fuente del dolor, el mal por sí mismo, y sólo podía ser producida por espíritus malignos, a los que únicamente cabía enfrentarse con conjuros y sacrificios. Con el griego Hipócrates se aplicó por primera vez la razón y comenzó la búsqueda científica; la enfermedad no tenía nada que ver con dioses ni seres ultraterrenos, sino con causas físicas cercanas al enfermo, que producían el desequilibrio de los cuatro humores del cuerpo. En las terribles epidemias medievales la magnitud de la tragedia, el desconcierto y la impotencia dieron por indudable que sólo podían tener causas sobrenaturales: era la cólera divina en castigo por los pecados del mundo, o la maldición de alguna bruja, o la conjunción de quién sabe qué astros, nada a lo que poder ver para hacerle frente con medios materiales. Por fin, en algún momento, no tan lejano, el hombre pudo contemplar a su enemigo. Eran unos seres de formas extrañas, pequeños, muy pequeños, y se movían; eran seres vivos; por eso se les llamó microbios. Un feliz día, casi con aires serendípicos, se descubrió con qué se les podía matar. Las pavorosas enfermedades de tantos siglos, la tuberculosis, peste, sífilis y otras muchas, dejaron de causar terror. Quedaban los virus, inmortales e inmunes a todo, pero el hombre logró descubrir el modo de prevenirse de ellos. Las vacunas acabaron con temibles azotes, como la viruela, la rabia o la polio. Otra gran victoria, pero a la hidra eso no le importa. Cada vez que se obtiene un triunfo surge otro enemigo, que vuelve a convertirse en otro reto; el sida y el ébola son los últimos.
Siempre ha maravillado que la entropía del universo no afecte a la vida, pero a lo mejor esta es su compensación: su propio componente autodestructivo. La enfermedad es la fuente del dolor, que es el que nos da nuestra dimensión humana; hay quien lo acepta con la fuerza que da la fe, y quien lo convierte en una ofrenda de sacrificio ante quien ve el interior de las almas. Su presencia nos despoja de todo lo que hemos ido adhiriendo a nuestro ser a lo largo de la vida, y nos reduce todo a una única necesidad: la de recibir amor, comprensión y compasión, una mano que acaricie la nuestra como una fuente de gracia o una voz que nos susurre: te comprendo y quiero sentir contigo.
El ébola se vencerá, sin duda, pero otra angustia ocupará su lugar, y luego otra sustituirá a ésta, y así hasta el supremo final de todo. Tal es la condición que nos han impuesto para existir, ya lo advirtió un poeta doliente: la vida es una enfermedad; el mundo todo, el hospital, y la muerte nuestro médico.

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