miércoles, 10 de septiembre de 2014

Empacho catalán

Qué hartazgo ya de política catalana y de sus representantes. Qué tabarra sin fin. A todas horas, en cualquier medio, siempre presentes, en persona o como tema de comentario, oyendo su indignación y sus exigencias, diciéndonos que les robamos, amenazando con el adiós y haciendo negocio con él. Con los medios incomprensiblemente rendidos a su servicio. Cualquiera de ellos que diga dos frases seguidas ya tiene cabida en un noticiario. Conocemos sus caras y sus voces mucho mejor que las de los nuestros, sabemos lo que piensan y hacen como si no hubiera otros en el espectro político. Celebran su fiesta y parece que es la única del mundo. Pero, hombre, que todas las comunidades tienen su día. ¿Alguien sabe si en algún medio catalán se dedicó una sola línea al de Asturias? Y todos tenemos también hechos diferenciales, porque no somos clones, y nuestras tradiciones, y nuestros problemas, y nuestros éxitos y fracasos, y nuestros tontos y corruptos, aunque no lo sean en tan gran escala como los de allí, y todos los sitios tienen su historia, algunos mucho más trascendente y fecunda. Y también más humildad.
Se las arreglan muy bien para diluir las noticias de sus miserias y difuminarlas en el debate público entre lamentos de victimismo. Intentan decantar la Historia hasta convertirla en un memorial de agravios. Y de nada sirve tratar de contentar su voracidad, porque lo que se ha cedido ha sido inútil. En aras de una corrección política que hemos confundido quién sabe con qué complejo de restitución, hay una especie de condescendencia continua, casi de servilismo; se llega incluso a renunciar al idioma propio, que si govern, que si parlament, que si estatut. En nuestros correctísimos medios se tiene buen cuidado de escribir Girona, Lleida o Catalunya, mientras que allí se lee Saragossa, Terol o Espanya. Por aquí sería impensable decir Arturo Mas o Jorge Pujol, pero allí se habla del rey Felip o de Joan Carles.
Y el caso es que uno va por allí, habla con la gente y se da cuenta de que la distancia entre la clase política y el pueblo es mayor que en ninguna otra parte de España. El ciudadano de a pie, tanto el de las zonas urbanas como el de las rurales, no siente que tenga conflicto alguno con el resto de los españoles y sonríe con cierta condescendencia cuando se le comenta la imagen que dan sus políticos. Alguien me hace observar que allí tienen dos clases de problemas: los artificiales, que crean los políticos según sus intereses, y los que son verdaderamente importantes, como el paro, la inmigración, la corrupción o las listas de espera en la sanidad. El orden de preocupaciones de la clase política siempre suele tener pocos puntos de coincidencia con la de la sociedad real, pero en este caso el descuadre es mucho más ostentoso. Es el pueblo el que conserva ese “seny” que tantas veces se presentó como un rasgo propio de su carácter y que parece haber huido de sus dirigentes.
Pues seguiremos soportando a todas horas el desfile de personajes y personajillos que tratan de no perder protagonismo en ese intento algo infantiloide de reinventar su tierra, que en definitiva es lo que siempre ha sido: una región de la vieja Hispania.

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