miércoles, 22 de octubre de 2014

Don Croqueta

No es España un buen país para que los pícaros -los tradicionales, no los de tarjeta y sillón en un consejo- puedan hacer carrera. Los conocemos muy bien, configuran gran parte de nuestra literatura hasta dar nombre a uno de sus subgéneros, tienen nombres tan universales como los de los grandes héroes de nuestra ficción. Sin ser especímenes exclusivos de nosotros, puede decirse que aquí han adquirido rango de miembros destacados entre los hijos de nuestra imaginación. No, no es este precisamente el lugar donde pueden hacer fácil carrera; nos resultan transparentes. Hacia 1760 llegó a Madrid Giacomo Casanova, aventurero, sedicente mujeriego, estafador y tramposo vocacional. Había andado por media Europa de enredo en enredo y de engaño en engaño, fingiéndose médico, militar y aristócrata, para lo que se inventó un título nobiliario. Vino a Madrid con el fin de ofrecer al ministro Conde de Aranda un invento: una especie de rifa, a la que se llamaría lotería. A cambio de la idea solicitaba que se le diera la administración general de la lotería y una participación en sus ingresos. Pero las cosas rodaron mal. Aquello no parecía estar muy claro y despertó desconfianza. El caso es que se creó la lotería sin darle nada y tuvo que marcharse, satisfecho con no acabar en la cárcel. Ya fuera de nuestras fronteras, dijo: "He engañado a austriacos, a turcos, a venecianos, a franceses y hasta al Papa; el único sitio de donde he salido engañado es de España".
La picaresca de siempre nos produce a estas alturas una cierta ternura, casi una mirada nostálgica por algo que ha perdido lo que tenía de simple modus vivendi para convertirse en un método sistematizado de corrupción. La diferencia entre el pícaro de antes y el corrupto de hoy es insalvable para nuestra voluntad de comprensión, por grande que sea. Si aquél nos merece una mirada tolerante, y hasta puede que cómplice por lo que tenía de riesgo y de ingenio, los de ahora no nos arrancan más que desprecio. Los dos son materia justiciable, pero siempre nos caerán mejor los tres ratas de La Gran Vía que toda esa caterva de sindicalistas, empresarios y políticos que se aprovechan de su posición para engordar sus cuentas en una inmunda exhibición de desvergüenza. A su lado, ese chico veinteañero que se ha convertido en noticia por su capacidad para la impostura viene a ser como el alivio de una simple marejada en medio de una violenta tempestad. Lee uno sus hazañas y le recuerda a aquel prototipo de personaje de la bohemia madrileña que aparecía en todas las recepciones donde hubiera algo que picar, con el porte lleno de dignidad y el estómago vacío. Claro que pronto era descubierto y le caía el mote de don Croqueta; fin de la carrera. A este de ahora no parece que le muevan motivaciones tan físicas, sino bastante más complejas, acaso afán de notoriedad, ilusión de pertenencia a otra clase social, simple vanidad o, dicho más claro por el forense, “una florida ideación delirante de tipo megalomaníaco”. El caso es que, al menos que se sepa, no desplumó a nadie, ni se aprovechó de su posición, ni trató de sacar ni un euro a ningún ingenuo. Casi es un ejemplo.

No hay comentarios: