miércoles, 3 de diciembre de 2014

Muerte en el río

Como yo no tengo el corazón inflamado de ardiente fervor futbolero, seguramente todo lo que diga aquí tendrá muy poco interés y hasta puede que no pase de ser más que una tontería. Las cosas de la pasión sólo pueden ser comprendidas si se participa de la pasión misma; en otro caso se queda uno como simple espectador. Discurren ante nosotros como las sombras de una caverna en cuyo interior no alcanzamos a explicarnos lo que hay. Lo sucedido el domingo en torno a un estadio de fútbol es ante todo trágico y doloroso para los allegados de la víctima, pero además es absurdo. Quizá lo sean todas las muertes anticipadas a las decisiones de la naturaleza, pero cuando las circunstancias que la provocan son tan irracionales, se hace más dolorosa por incomprensible. ¿Qué puede incitar a personas ya maduras, con una vida familiar y laboral establecida, a radicalizarse en favor de una entidad deportiva hasta entregarle toda su mente y toda su capacidad de pasión? ¿Y qué méritos tiene esa entidad para recibir un regalo tan excelso? Ninguno, como no sea el de haber logrado meterse en el corazón de alguien hasta conseguir que la sintiera como propia. Remedando lo que Séneca decía sobre la patria, nadie quiere a un club porque sea grande, sino porque es suyo.
El fútbol es ese juego que dejó hace mucho de serlo para convertirse en una religión. Y en un negocio, un espectáculo, un opiáceo popular, un termómetro social, un desfogador de pasiones e incluso en un deporte. Sobre él se llega a depositar el honor de una ciudad o de todo un país; sus actores alcanzan cifras multimillonarias y aún mayor fama y reconocimiento popular; alimenta por sí solo todo un sector mediático; hace que en cada jornada de juego millones de personas se acuesten felices y otros tantos envueltos en amarga tristeza. Es denostado y criticado por la frivolidad que en esencia supone y por lo desmesurado de su dimensión, pero ante una gran final el mundo entero se detiene. Recuerdo la del Mundial que ganó España. En Tashkent, Uzbekistán. Las calles casi vacías y la noche ya muy avanzada, pero cuando el partido acabó las aceras se llenaron de jóvenes agitando banderas españolas y alguna holandesa; allí está prohibido exhibir en la calle banderas de otros países, pero esa noche se hizo una excepción. ¿Qué podía mover a aquellos jóvenes a seguir con tanto fervor un partido entre dos naciones tan lejanas? Pues la necesidad de encontrar un sustituto, aunque fuese ajeno, al espectáculo pasional que allí no tenían. El fútbol estaba ejerciendo una de sus más extraordinarias capacidades.
Sociólogos y psiquiatras habrá que puedan explicar en qué punto un aficionado normal y sin más pasiones que las deportivas se transmuta en un energúmeno violento con impulsos homicidas, capaz de recorrer seiscientos kilómetros para vérselas con las bandas equivalentes de otro equipo. Ese hincha que cayó en Madrid en un enfrentamiento entre hordas rivales murió en nombre de nada, sin más explicación que la sinrazón de una radicalidad de la que él mismo participaba. Y cuando la razón se ausenta surgen los monstruos.

2 comentarios:

Jesús Ruiz dijo...

El domingo triunfó la sinrazón, el sinsentido, la teoría del absurdo llevada al extremo, pero aquellos que se dieron cita a la ribera del río para descargar su odio y su ira sobre otros iguales a ellos, poco o nada tienen que ver con el fútbol y sus pasiones. Estos elementos indeseables, estos violentos, son repudiados principalmente y en primer lugar, sin ningún género de duda, por los aficionados pasionales que llenan las gradas de su estadio cada partido con la ilusión y la esperanza de ver ganar a su equipo y sobretodo de disfrutar de un buen partido de fútbol. Aquellos que acuden a millares con sus mayores o sus hijos para compartir con ellos el colorido y la alegría de los momentos previos a un partido de fútbol y que al cobijo de ese sentimiento que no se puede explicar, ese sentimiento que durante dos horas es capaz de unir a personas de diferente ideología o clase social hasta el punto de abrazarte a ellos sin necesidad de una palabra previa y la seguridad de no volver a verles jamás, aquellos sí son la esencia del fútbol y su pasión. Los otros, los violentos, tan solo aprovechan la gran repercusión que tiene el fútbol para que les haga de altavoz propagandístico de sus ideologías y aumente su poder de captación de aquellos otros desnortados que como ellos tan solo se alimentan de su odio al prójimo. Fue muerte en el río, como muy bien pudo haber sido muerte en el concierto, o muerte en la manifestación tal o cual, porque para ellos el fútbol es solo una excusa, un medio, fue en cualquier caso el triunfo de la sinrazón en una mañana que amaneció cubierta de niebla, esa niebla que envuelve los corazones podridos por el odio de esos violentos que nada tienen que ver con ese bonito deporte llamado fútbol.

Anónimo dijo...

Tienes mucha razón en tu comentario: los del odio y la ira nada tienen que ver con el fútbol y sus pasiones. El fútbol es alegría, sentimiento indescriptible y, por supuesto, respeto al rival. En el artículo se expresa todo esto de forma muy bella.