miércoles, 17 de diciembre de 2014

El chigre

Hay que escribir en pasado porque pertenecen ya a un tiempo distinto al de hoy. El viento de la modernidad los sepultó bajo nuevas decoraciones o bajo rótulos con nombres ajenos, o simplemente los hizo desaparecer, como si ya no tuviesen sitio en los nuevos usos sociales. Alguno quedará por ahí como testimonio, no sólo de un espacio físico de otro tiempo, sino de reducto único de relaciones humanas, porque, a pesar del inevitable televisor y de las máquinas tragaperras, era un microcosmos sobre el que alguien con afanes psicologistas tendría materia sobrada para establecer todos los esquemas, análisis y conclusiones que quiera. El chigre era desatador de conocimientos, desahogo de pequeñas miserias y lanzadera de nuevos quereres. Era, además, un espejo fiable de quienes lo frecuentaban por aquello de que en la mesa y en el juego se conoce al caballero. El chigre fue, tal vez, la mayor aportación asturiana al intento de vivir en comunidad.
El chigre podía tener las mesas de mármol o de madera. Si eran de mármol, con las patas de hierro forjado, el chigre casi casi podía ser un café. El mostrador era alto, y el chigrero se asomaba tras él con la prestancia de un rey que se dispone a arengar a sus mesnadas. Si el chigrero era de la costa, seguramente tendría colgada una fotografía del Sporting; si era de las cuencas, del Oviedo; si era de otras zonas, las dos o ninguna o cualquiera. En esto podía verse de todo.
En el chigre, como en la vida, siempre había unos que llevaban la voz cantante y otros que escuchaban y asentían según les fuera. El que se creía con la razón la defendía con todos los recursos verbales y gestuales a su alcance, que solían ser bastantes, sobre todo los últimos. El que sabía que no la tenía arremetía con fuerza para mantener la fachada y procurar entre tanto preparar una salida honrosa.
Al revés que nosotros, el chigre ganaba belleza con los años. Uno sigue creyendo que un buen chigre, un chigre de los de antes, un chigre de los que huelen a sidra, a oricios y a centollos, a fabada y a tortilla recién hecha, un chigre de mostrador alto y chigrero en su sitio, sin más adornos que los que se tercien y sin otras pretensiones que las de servir de marco amable a esos pequeños momentos necesarios para dar atractivo a la vida cotidiana, un chigre de esos puede con tres hamburgueserías a cuestas. También cree que ese chigre es una especie irrecuperable, al borde crítico de la extinción.
Guardando bastantes diferencias, el chigre cae dentro de lo que Ortega denomina cultura miope. Una cultura que habría que ensayar como reacción a la cultura présbita, que sólo percibe lo distante. La cultura miope exige a sus ideales proximidad, evidencia, poder de arrebatarnos y de hacernos felices; no tropieza a cada paso porque está acostumbrada a pequeñas distancias y no a vagas lejanías; se adapta mejor a la pequeñez de nuestra existencia, a lo limitado de nuestro entendimiento y a la debilidad de nuestros propósitos. En la cultura miope todo está hecho a la medida del hombre. Incluso la palabra, como en el chigre.

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