miércoles, 10 de diciembre de 2014

Necesidad de autoestima

En el reparto de defectos que los dioses hicieron a los países siempre nos dijeron que a los españoles nos había tocado la envidia. Pues no. Nuestro grado de envidia no es mayor que el que puedan tener franceses, italianos, ingleses o cualquier otro grupo humano; de hecho hay muchos que han demostrado practicarla bastante más que nosotros. No, nuestro defecto nacional es el de la autoflagelación. Parece como si nuestra divinidad nacional fuese el dios de los eternamente insatisfechos, el dios de los que se regodean en sus miserias y hasta las engrandecen para que sea mayor su sentimiento, un dios que exige darse latigazos en las propias carnes, un dios que podría tener el altar hecho de espinas para que sus fieles se sintieran a gusto. Sus devotos serían aquí ciertamente abundantes y encontradizos desde las cabañas a los palacios. Inexplicablemente, poseemos una inevitable tendencia a tener de nosotros mismos un concepto muy bajo, como si anhelásemos más la compasión que el respeto. Que alguien nos mire con misericordia, que de confesar a viva voz nuestros pecados de familia ya nos encargaremos nosotros. Parecemos de por sí inclinados al culto de ese dios de la autocompasión, y más cuando desde arriba siempre hay prohombres de humo y mensajeros que se complacen en alimentarlo.
Hablar mal de nosotros mismos se ha convertido en marchamo de progresismo; ningún progresista que se precie caerá en la tentación de resaltar algo bueno que se haga en España; hay medios y cadenas de televisión, como la Sexta, por poner un ejemplo, que tal parece que mantienen la atención de sus espectadores porque sienten curiosidad por ver si alguna vez dan una sola noticia positiva sobre nuestro país. Llamar a nuestras cosas de siempre con palabras inglesas, despreciando su nombre en nuestro idioma, es el colmo de la modernidad; alardear de catastrofista es muestra de estar bien informado; denigrar nuestro sistema y nuestras instituciones ante la mágica excelsitud de las de los demás da marchamo de cosmopolitismo intelectual. Sí, eso se tiene por síntoma de progresismo, cuando en realidad cabe considerarlo como una muestra de inmadurez, si no directamente de estupidez. Aquella famosa y triste quintilla que empieza “Oyendo hablar a un hombre fácil es...” podría ser la divisa a grabar en muchas frentes.
Ahora que la crisis nos lo oscurece todo, los autoflagelantes están a sus anchas. Vivimos momentos difíciles, pero una preocupación no debe anular una mirada objetiva; la que ve un país moderno y democrático, avanzado en lo social, con grandes infraestructuras materiales, con una historia larga y decisiva, un patrimonio cultural de primer orden y en primera línea en varios campos. En Andanzas y visiones españolas nos lo advierte Unamuno con el énfasis del observador que está seguro de sus conclusiones: “Os lo he dicho cien veces y os lo diré otras cien mil más: cuando oigáis a un español quejarse de las cosas de su patria no le hagáis mucho caso. Siempre exagera; la mayor parte de las veces miente. Por un atavismo mendicante busca ser compadecido y no sabe que es desdeñado”.

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