miércoles, 16 de julio de 2014

Otra vez Gaza

Suenan las bombas en ese conflicto sin fin que desgarra desde siempre a israelíes y palestinos. Suenan con su mayor acento del lado del más poderoso, pero a cuestas en ambos casos con su carga de inevitable injusticia y efectos indiscriminados. Suenan una vez más como la expresión de dos visiones irreconciliables de la historia y de la realidad, pero sobre todo de un concepto de la vida que en un caso atiende sobre todo a razones pragmáticas y en el otro tiene sus raíces en la palabra de la divinidad. Matar en nombre de Alá con la esperanza de gozar eternamente de una legión de huríes vírgenes tiene difícil antídoto. Responder equilibradamente a quien repite constantemente su voluntad de arrojarte al mar y da muestras continuas de intentarlo, no es algo que se pueda exigir. El abismo entre israelíes y palestinos va más allá de Sara y la desdeñada Agar; es de pensamiento, de carácter y de entendimiento de la vida; puede que también de preparación cultural. Frente a la eterna incapacidad palestina para organizarse en una sociedad ordenada y productiva, los israelíes han convertido su país en un ejemplo de modernidad y prosperidad; frente al fanatismo han desarrollado la libertad de conciencia tras acallar a sus ultraortodoxos; frente a los dogmas han sabido primar el principio de que antes está la persona con sus circunstancias cotidianas.
En un tono de comedia, la película Un cerdo en Gaza describe esta diferente mirada sobre la realidad: una activa y práctica que lleva al progreso, y otra pasiva y negativa que conduce a la frustración y la miseria. Un pobre pescador encuentra en sus redes un cerdo. Nunca había visto uno y no sabe qué hacer con él, pero sí sabe que si alguien se entera va a tener un grave problema. Así todo decide intentar sacarle provecho y trata de venderlo clandestinamente, pero todos se escandalizan y le aconsejan por su bien que lo arroje al mar. Hasta que contacta con los judíos de un kibutz vecino, que no tienen inconveniente en comprarle lo necesario para la inseminación artificial de las cerdas de su granja porcina, cuyo producto venden a los occidentales. También para ellos es un animal impuro, pero una cosa es no poder comer cerdo y otra no poder convertirlo en comida. Ante una misma norma, la intransigencia fanática de unos frente a la visión amplia de los otros; la miseria de la inacción frente al impulso emprendedor.
Es fácil darse cuenta de que sólo esta determinación ha sido y es capaz de mantener a Israel y darle esa dimensión de singularidad entre todas las naciones del mundo. Singular por su nacimiento y por su propia existencia diaria, por su voluntad de ser un país democrático en medio de una zona regida por fanatismos, por verse obligado a alimentar su propia paranoia, porque nadie ha sido condenado como él a vivir bajo una amenaza permanente, con dudas continuas sobre su futuro, y a tener que sacudirse cada día la sombra de un complejo de culpabilidad. Forzado a vivir con la incomprensión de las apoltronadas democracias europeas y de su autodictada corrección política, sin que valoren su labor de muro de contención del extremismo islamista. Singular, desde luego.

1 comentario:

Unknown dijo...

Precioso articulo de un gran escritor