miércoles, 17 de septiembre de 2014

Donde Asturias termina

Hacia occidente, la costa asturiana se cierra con el estuario más grandioso de todo el Cantábrico y con el encanto de los pueblecitos que lo miran. Vegadeo está justo allí donde el Eo comienza a convertirse en ría. Es villa amable, como cruce de caminos que siempre fue, con nobles fachadas y un centro urbano que combina el verdor de su parque con la elegancia de su entorno. Aún hoy conserva un cierto toque entre señorial y dominguero, que le viene dado por su tradicional condición de poderosa cabeza de una rica comarca agrícola y ganadera y hasta, en otros tiempos, industrial.
Y más al norte, oliendo ya el mar, Castropol. Apoyado en una barandilla del puente, este viajero piensa que Castropol ofrece sin ninguna duda la imagen más hermosa de todos los pueblos costeros de Asturias, y aun del Cantábrico. Un promontorio que penetra en la ría y, sobre él, un caserío blanco que se apiña en torno a una airosa torre. Blanco, verde y azul, una colina sobre el agua y una espadaña. Imágenes así sólo se ven en los cuentos. Ya en sus calles, nada hace cambiar la opinión del viajero. Casonas, iglesias y palacios le dan prestancia de ciudad. También Figueras tiene una larga historia, ligada a la aristocracia ochocentista, a su industria naval y a su condición natural, bella como pocas. El palacio Trenor, serio y austero, resalta entre el caserío; el pequeño puerto da fe de su tradición marinera, y, algo más retirado, entre árboles y jardines, el palacete Peñalba pone un exótico toque modernista, por si algo le faltaba.
La ría aquí luce en todo su esplendor. La línea de la orilla se vuelve ondulada y forma ensenadas, como la de La Linera, donde aún quedan vestigios de un antiguo molino de mareas. Algo más allá, ya en mar abierto, está la playa de Penarronda, a la que una gran piedra redonda y horadada da nombre. En la playa de Penarronda pueden encontrarse narcisos marinos y alhelíes de mar.
Todo esto es paraje protegido. La ría, convertida en hábitat de marisma, es el paraíso de quien quiera conocer la invernada o el paso migratorio de multitud de aves acuáticas, o simplemente de quien quiera asomarse a ella y dejar vagar la mirada sobre este paisaje singular. Nada es igual de un momento a otro. Las mareas son las dueñas de la imagen; la cambian, la embellecen o la normalizan a su propio ritmo. Pero en los campos el afán proteccionista del entorno dificulta iniciativas de desarrollo y proyectos de todo tipo. Los pueblos languidecen y los campos se van asilvestrando sin apenas brazos jóvenes que vean en ellos una ilusión. El contraste con el dinamismo del otro lado de la ría, donde se ha elegido un modelo de crecimiento más realista, se hace evidente nada más cruzar el puente.
Y el caso es que belleza tiene a raudales. A este viajero se le ha hecho tarde a propósito. Ha preferido quedarse para ver el sol poniente iluminar con sus rayos de ocaso este paisaje, que ahora está envuelto en colores tornadizos. Cuando llega la noche está convencido de que ha asistido a uno de los atardeceres más hermosos que pueden contemplarse por estas latitudes.

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