miércoles, 23 de octubre de 2019

Otras formas de contaminar

Está visto que todo haya de moverse por modas, hasta el asunto de la conservación del medio en que vivimos. Mala cosa es dejar algo tan serio en manos de los caprichos de alguna moda, informativa, científica, social o la que sea, pero sobre todo informativa, porque la moda no es más que una burbuja vana, sin poso ni trascendencia. Pasa igual que llega, con la misma rapidez y sin dejar una huella duradera. Pues bendita sea esta moda de aludir continuamente al entorno en que vivimos si sirve para ayudarnos a todos a mantener nuestra casa habitable para nosotros y para los que nos sucedan, a no agredirla en su naturaleza, a procurar mantener su fecundidad y su belleza. Si solamente se consiguiera crear una escrupulosa conciencia de limpieza que nos impida arrojar desechos libremente a las tierras y los mares, ya sería un logro importante; lo demás, las grandes decisiones planetarias en lo que afecta a las emisiones a la atmósfera ya no están a nuestro alcance de simples ciudadanos, salvo en lo que podamos presionar a los dirigentes que gobiernan la aldea global. Lo que ocurre es que solo la preocupación por el medio ambiente (pleonasmo ya incorregible; bastaría con decir ambiente), es la única que merece estar continuamente en el candelero, con sus distintos grados de demagogia. Se ha convertido en uno de esos ismos que configuran las categorías que el progresismo colecciona como dogmas de una nueva religión, y que abarcan todos los temas que contengan algún pretexto para ser convertidos en fe obligada, desde el ecologismo al feminismo, el animalismo, el vegetarianismo, el pacifismo y hasta el buenismo.
Y con todas estas causas de altos vuelos, tan altos que apenas nos tocan nuestro vivir diario, desde el poder cercano apenas se presta atención a otras contaminaciones más inmediatas y más molestas, también más fáciles de resolver, que tenemos a nuestro alrededor. Puede ser una contaminación visual; por ejemplo las pintadas que embadurnan nuestras calles. Están por todos los sitios; a cualquier lado que se mire se encuentra una. Lo llenan todo: paredes, bancos, farolas, papeleras, persianas, semáforos, monumentos o los edificios recién restaurados; la mayoría no dicen nada y las que lo dicen valdría más que no lo dijeran; son dibujos absurdos, que parecen pictogramas de una mente sin terminar de hacerse, a la que no le importa nada la ciudad ni el bien común.
Está también la contaminación acústica, como la que tenemos que soportar cuando algunos discípulos de Marinetti atraviesan nuestras calles con su moto a escape libre, atronando todos los oídos. Están saltándose unas cuantas normas, entre ellas la principal de todas: la de respetar a los demás, pero ni les importa ni nadie hace que les importe.
Hay otras contaminaciones más próximas, porque afectan a amigos; es el caso de la que originan los perros, no ya con sus residuos sólidos, pero sí con los líquidos, que corroen las bases de las farolas, las papeleras, las puertas, y llenan todo de manchas y malos olores.
Ninguna de ellas será tema de simposios científicos ni de solemnes reuniones internacionales, pero son las que realmente afectan a nuestro pequeño espacio de vida.

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