miércoles, 30 de octubre de 2019

El cambio


Pues ya está, ya hemos cambiado de sitio el cadáver de alguien que murió hace casi medio siglo, y parece que a partir de ahora los días han de ser más luminosos y la realidad más amable. El acto del jueves desató una expectación propia de los estrenos cinematográficos, más por lo que tenía de curiosidad después del largo tiempo desde el anuncio que por el hecho en sí mismo, porque la realidad es que a una gran mayoría de ciudadanos le resultaba indiferente lo que allí se realizaba. No estaba en la lista de sus diez primeras prioridades. Razones habrá, y bien que se han esforzado en explicarlas durante más de un año desde todos los altavoces posibles, pero perdieron gran parte de su vigor ante la realización del hecho. Un espectáculo de seis horas en directo, que desmentía la promesa de discreción; un acto realizado en víspera de unas elecciones, que desprendía un claro tufillo electoral; una utilización sectaria y partidista que derivaba en afirmaciones tan solemnes como huecas. El traslado salda las deudas de España con su historia, dice el presidente. Se ha cerrado el círculo de la democracia, dictamina otro muy serio. Por lo visto la democracia es tan poca cosa que depende de dónde esté una tumba. Como si se tratara de un conjuro apotropaico, tal parece que se ha erigido una barrera y obtenido una victoria contra una legión de fantasmas siempre acechantes desde el más allá del tiempo, aunque muchos no entiendan qué tiene de victoria zarandear a un muerto. En fin, cosas de políticos, un gremio en permanente estado de locuacidad y siempre propenso a demostrar sus limitaciones.
En las largas horas de tertulias monocolores al rojo vivo y al azul pálido que llenaron el tiempo televisivo el jueves, se han oído opiniones y afirmaciones abundantes, la mayoría redundantes entre sí según el medio, y todas con la misma escasa preocupación por el rigor. Sirva como ejemplo la costumbre común de llamar preconstitucional a la bandera con el escudo del águila. La Constitución solo dice que la enseña nacional ha de tener tres franjas, roja, amarilla y roja, así que tan constitucional era la de antes como la de ahora; no habla nada del escudo, que es lo que ha cambiado. Además, el escudo del águila se suprimió en 1981, por lo que fue constitucional durante tres años. No es que esto tenga mucha trascendencia, pero informa del cuidado que algunos tienen con la verdad.
El caso es que aún no ha pasado una semana y todo esto ya parece de otro tiempo. Lo que sí sigue siendo de este son los problemas de cada día, esos que nos afectan realmente y a los que apenas alcanzamos a vislumbrar una solución. Porque después de saldar las deudas con la Historia y de cerrar el círculo de la democracia, hemos despertado y el dinosaurio sigue ahí. Cuando a Carlos I, después de vencer a los protestantes le sugirieron que profanase la tumba de Lutero, respondió: "Yo no hago la guerra a los muertos, sino a los vivos". Los vivos de ahora son muchos: el paro, el futuro de las pensiones, Cataluña y sus delirantes dirigentes, el debilitamiento de la conciencia nacional, etc.
Descansen los muertos en su rincón del tiempo inaccesible y que cada cual los recuerde con el sentimiento que le ocupe el corazón.

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