miércoles, 11 de diciembre de 2019

La cumbre del clima

Qué de cosas raras ocurren en estos días de final del año. Debe de andar la Tierra por alguna región oscura de su órbita, porque están sucediendo muchos hechos atípicos a la vez. Revueltas callejeras simultáneas en diversas ciudades de tres continentes, negras sombras en torno a la continuidad del presidente norteamericano, ambiente de incertidumbre en Europa, y aquí, en España, una situación política que entra en un arriesgado proceso de pactos peligrosos, del que hasta ahora se había huido precisamente porque siempre se vio que tenía mucho más de riesgo que de solución.
Atípica está resultando también la Cumbre Mundial del Clima que se está celebrando en Madrid, y no por lo que se espere de sus resultados, que serán los mismos que los de otras cumbres, o sea ninguno, sino por la llegada de esa niña sueca a Chamartín, convertida en la estrella indiscutible de la reunión. Cuántos papanatas atropellándose en el andén de la estación por lograr una simple mirada de una adolescente que llegaba con expresión de indiferencia, quizá por el cansancio de su extravagante viaje. Con su cara de eterna enfurruñada, sus mensajes simples y directos y la ayuda de una poderosa maquinaria promocional, ha logrado atraer sobre sí la atención de medio mundo, pero uno no puede evitar la impresión de que en el fondo no es más que una pobre niña manipulada por quién sabe qué oscuras manos, aturdida y desubicada, a la que le están privando del lugar en la vida que le corresponde por su edad y que pronto se convertirá en un juguete roto. No tiene ella la culpa de presentarse como la estrella mesiánica que nos ha de mostrar el camino hacia la salvación del planeta; bastante tiene con ser arrastrada a una situación de continuas contradicciones, aunque quizá su enfermedad la ayude a protegerse de ellas. La realidad es que mientras los científicos apenas pueden hacer oír su voz, el mundo está pendiente de cualquier frase de una chiquilla de dieciséis años que, por cierto, no dice más que tópicas obviedades y cuya única solución que ha aportado hasta ahora es la de cruzar el Atlántico en un barco a vela.
Uno confiesa que pertenece al batallón de los escépticos que creen que efectivamente se está produciendo un cambio del clima, pero que es inherente a la evolución del propio planeta. Su historia climática se resuelve en una sucesión de ciclos alternos de glaciaciones y épocas cálidas, y ahora estamos en un período interglacial. El cambio forma parte de la naturaleza; el hombre no puede ni provocarlo ni detenerlo. Las gentes del Paleolítico no contaminaban y también vieron cómo la tierra se calentaba y se extendían los desiertos. Seguramente ahora la acción del hombre contribuye de algún modo a alterar el ritmo del cambio, pero aunque la humanidad desapareciese, la Tierra seguiría con sus ciclos, indiferente a todo. Por supuesto que hay que cuidarla; debemos procurar no agredirla con desechos evitables y tratar de pasar lo más inadvertido posible en ella, pero sin histerias, sin arrimar las ascuas a ninguna sardina política y, desde luego, sin montar ningún circo de esos que tanto gustan a la gentecilla de la farándula y a todos los aprovechados de turno.

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