miércoles, 18 de diciembre de 2019

La décima sinfonía


Entre la hojarasca informativa que nos cae encima cada día, leemos una noticia que se escapa de los titulares que acapara la política casi en exclusiva: una máquina con un programa de inteligencia artificial ha compuesto la décima sinfonía de Beethoven. Suena a pretenciosidad de futuro o quizá a un eureka triunfal de dudosa base real, pero, dicho así, sin matices, el hecho viene a ser ese. La décima sinfonía es uno de esos temas recurrentes de la historia de la música que se ha querido convertir en enigma, sobre la base misma de su existencia o de las elucubraciones novelescas sobre la suerte que habría corrido la partitura. La realidad es muy simple. Se sabe que Beethoven tenía el propósito de escribir otra sinfonía después de la novena. Una semana antes de su muerte escribió a un amigo diciéndole que ya la tenía esbozada. Se conservan algunos de estos esbozos y notas sueltas dispersas entre sus papeles, y sobre ellos hubo algunos intentos por parte de algunos musicólogos por completarla, pero sin éxito. La sinfonía solamente sonó en la mente del compositor.
Ahora una máquina de esas que trabajan con un programa de inteligencia artificial, ha concluido la obra partiendo de la gestión, hecha por un algoritmo, de los pocos datos que se tienen de lo que no es más que una intención expresada en unas breves notas. El proceso ha sido largo y complejo, y viene acompañado de unas explicaciones técnicas por parte de sus autores, que, entre tecnicismos incomprensibles y justificaciones más o menos convincentes, nos dejan una pregunta inquietante: ¿Llegarán las máquinas a superar la creación artística que hemos desarrollado a través de los siglos y sobre la que sostenemos nuestra cultura y toda nuestra civilización? ¿Suplirán los algoritmos al esfuerzo, inspiración y cualidades individuales de los compositores que conocemos y que nos han proporcionado tanta belleza?
Por suerte no parece que ni aún las máquinas más inteligentes puedan traspasar la barrera de la racionalidad y llegar al espacio donde habitan las pasiones y las conmociones, lo fieramente humano. Porque el arte existe como objeto del sentimiento y no del entendimiento. Cuando se pretende crear usando solo la inteligencia suelen producirse verdaderas tonterías. El arte está inspirado por un concepto de vida; nace del espíritu, no de un mecanismo artificial. Cómo puede saber el tal aparato qué música sonaba en la cabeza de Beethoven. A veces dan que pensar esos empeños absurdos en alcanzar algo que al final no tendrá más interés que la curiosidad informativa de un día, porque la obra resultante nacerá con el sello de la falsedad o, cuando menos, de la duda.
Dicen los que han escuchado la sinfonía que no suena a Beethoven, que es aburrida y carente de matices. Pues claro. Por asombrosas que lleguen a ser las máquinas y por mucho que nos maravillen con sus increíbles capacidades técnicas, siempre estarán condenadas a trabajar sin emoción ni capacidad de penetración en los escondrijos más profundos del espíritu, allí donde se asientan los sentimientos que nos hacen ser como somos.

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