miércoles, 17 de julio de 2019

Fiestas

El verano viene a ser ese gran patio de recreo que el año nos concede para desarrollar nuestras necesidades de especie de homo ludens. El sol abre las puertas a los impulsos más placenteros y alienta los afanes lúdicos que todos tenemos escondidos en algún lugar. Es la hora de la calle, de echarse a ella con el pretexto de alguna reminiscencia histórica, real o inventada, o de cualquier forma de competición, y crear un ambiente colectivo de jolgorio que al mismo tiempo señale nuestra personalidad. Y así, España entera es un muestrario de fiestas a cual más pintoresca, y da igual por donde se vaya, por el norte, el sur, el centro o cualquier lado. En todo momento, en algún lugar, siempre habrá un pueblo engalanado, haciendo las cosas más extrañas para divertirse.
Uno mira el catálogo de las fiestas veraniegas de nuestros pueblos y se queda convencido de que este es un país imaginativo como ninguno a la hora de encontrar modos y pretextos para pasarlo bien. No cuentan aquí las de las grandes ciudades ni esas que tienen fama mundial y valor de documento de identidad de su lugar, sino las nacidas de alguna vieja tradición o de una humilde historia de pueblo y que no suelen tener más recursos que el empuje y el entusiasmo de ese mismo pueblo. El abanico de muestras es de lo más variopinto, y eso que han ido desapareciendo las que tenían que ver con el maltrato animal. La preferencia, desde luego, va por las batallas de eco histórico; se ve que hay mucho que recordar; batallas sobre todo contra los romanos, bien de astures, de cántabros, de cartagineses o de cualquier pueblo que se crea que puso en apuros al Imperio. Están también las de moros y cristianos, las que celebran las invasiones de los bárbaros y de los vikingos y otras en las que se recrean justas medievales. Las hay que procuran evitar alusiones a la sangre y prefieren liarse a tomatazos o lanzarse chorros de vino o tirarse flores. Otras fiestas optan por adoptar un nombre más sabroso, y así las hay del vino, de la sidra, del cordero, del pan, del queso, del pulpo, del jamón, del azafrán, del orujo y de cualquier cosa que se cultive en el pueblo como lo mejor del mundo. Hay quienes hacen consistir la fiesta en atravesar descalzos unas brasas ardientes con alguien a cuestas y quienes centran la base de la celebración en rapar las crines a unos caballos. En algún sitio hay una romería de muertos vivos y en un pueblo granadino la fiesta es troglodita. Están también las que se basan en un pretexto más o menos deportivo: carreras, concursos o descensos de ríos de todas las maneras posibles, desde las serias y competitivas hasta las folclóricas y creativas. Y si se trata de danzas las hay de todas las advocaciones: del diablo, de la muerte, de los zancos, celtas, medievales, de lo que quiera.
Ancladas en lo más profundo del tiempo y del recuerdo de que una sociedad tenga constancia, sostenidas unas veces por un débil armazón histórico, otras por la fuerza del mito y la leyenda y siempre por la tradición oral, nuestras fiestas mantienen cada año su enorme poder de seducción. Ya se sabe que lo difícil no es organizar una fiesta, sino asegurar la alegría, pero este no es un país en que eso sea precisamente una dificultad.

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