miércoles, 10 de julio de 2019

El río de los eremitas

El Duratón y la ermita de San Frutos
El Duratón es un río de meseta pobre, que no estaría llamado a más destino que el de entregarse al Duero sin haber hecho otra hazaña a lo largo de su oscura vida que la de dar alguna que otra trucha. Un río como tantos de los que corren por tierras poco agradecidas, incapaces de brindar sotos risueños y riberas jugosas y de acoger con gesto amistoso a quien trata de cambiarles la hosquedad de su rostro. Sin embargo, a mitad de su recorrido, el Duratón se empeña en perder su anonimato para unir su nombre a uno de esos sorprendentes parajes que de vez en cuando se encuentran en la península: las Hoces del Duratón.
Cuentan que, cuando la invasión musulmana, vivía aquí un ermitaño, San Frutos, que, ante la llegada de los infieles, separó con su báculo las rocas para impedirles el paso, originando así este imponente desfiladero. Luego los geólogos nos dijeron que no hubo más báculo que la acción continuada del agua sobre los bloques de caliza mesozoica, mediante un proceso de karstificación, que originó no solo la entalladura, sino las numerosas oquedades y cuevas que se abren en sus paredes. Qué manía la de los científicos de poner las cosas en su lugar cuando están tan guapas revoloteando por ahí sin ningún orden.
El río se retuerce en pronunciados meandros, encajonado a más de cien metros de profundidad, entre farallones abruptos en los que anida el buitre leonado. Las aguas son apenas una cinta de color cambiante, azules, verdes y grises, según el capricho del cielo. En torno, todo es páramo, desnudez y soledad.
Un paraje así, provisto además de abundantes oquedades naturales, tuvo por fuerza que atraer a eremitas y gentes deseosas de despegarse del mundo y sus vanidades, hasta convertirse en una verdadera Tebaida hispánica. Las crónicas, y aún más las leyendas, hablan, entre otros, de San Valentín, de Santa Engracia, de San Julián y, sobre todo, de San Frutos, que desde su muerte, en el 715, no ha cesado de hacer milagros, especialmente los relacionados con las fracturas de huesos. De todo esto tiene constancia el visitante en ermitas, monasterios, tumbas y cuevas santas a todo lo largo del Parque.
Entre chopos, en un lugar delicioso y al lado de uno de los escasos puentes sobre el río, se encuentra la Cueva de los Siete Altares. Se trata de una iglesia excavada en una gran roca, formada por dos capillas, una serie de hornacinas que servían de altares y unas pequeñas celdas donde habitaban los monjes de esta pequeña comunidad. Un arco de herradura, también tallado en la piedra, indica su origen visigodo, lo que convierte a este templo en el más antiguo de la provincia. El viajero contempla todo esto a través de la verja que protege el interior y no puede menos de quedarse un rato pensativo. Los monjes de este rincón perdido prefirieron la concavidad a la convexidad. Quizá sea más fácil construir mediante sustracción que por adición; quizá resulte más lógico hacer un pozo que una torre; o quizá haya que dejarse llevar por lo simbólico y entender que aquellos monjes prefirieran acogerse al materno seno de la tierra antes que a un techo sin voz y sin caricias. Cuando el viajero vuelve a la chopera, el sol que se filtra entre las hojas está convirtiendo el aire en un laberinto de luz.

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