miércoles, 4 de septiembre de 2019

Los ingleses

Estos ingleses, tan rutinarios ellos que Heine los llamó los dioses del aburrimiento, tienen de vez en cuando explosiones de jovenzuelos caprichosos, sorprendidos de que el mundo haya dejado de adorarlos; gestos de rebeldía grandilocuente y pretendidamente trascendente, pero todo impostado, sin más soporte que la negativa a aceptar la realidad de los tiempos actuales y el empeño en seguir viviendo de las añoranzas del imperio. Entonces miran hacia dentro, descubren que prefieren tomar el té de las cinco solos que unas cuantas pintas de cerveza en compañía obligada, y deciden marcharse de la aldea común y levantar una valla en torno a su casa; eso sí, dejan alguna puerta, pero solo para dar salida a los productos que esperan seguir vendiendo a la aldea que rechazaron.
De los ingleses pueden admirarse muchas cosas, además de aquel gesto de enviar cien libras a Beethoven, que fue, según Bernard Shaw, el único hecho honroso de toda la historia de Inglaterra; claro que Shaw era irlandés. Han aportado a la cultura occidental un importante acervo en todos los aspectos de la ciencia, la creación artística, la filosofía, el conocimiento geográfico, la política o el deporte, hasta el punto de que todos, en mayor o menor grado, hemos sido influenciados por su acción cultural. Les debemos buena parte del teatro moderno, de la novela de humor, de aventuras y de intriga, hallazgos científicos decisivos, novedosas teorías filosóficas, vanguardias musicales o el parlamentarismo entendido como eje permanente del sistema democrático. La lista de personajes importantes es amplia y forma una lista de nombres que están en la mente de cualquiera, por ignorante que sea. Tienen fama por su fino sentido del humor y por su imperturbabilidad ante las circunstancias adversas, pero también por su hipocresía y su desdén hacia todo lo que haya nacido al otro lado del canal, que ya se sabe que cuando se embravece deja al continente aislado. Su insufrible aire de superioridad se alimenta de su facilidad para apropiarse de méritos ajenos y de convertir en motivo de orgullo actos que en otros sitios se verían como vergonzosos. Cuentan con una especial habilidad para ocultar sus fracasos y desmanes, y una proverbial capacidad para criticar a los demás lo que ellos mismos hacen en grado aún mayor. Los viajeros de mirada aguda no los dejan bien parados. Heine habla de "su curiosidad sin interés, su pesadez aderezada, su descarada estupidez, su egoísmo". Santayana ve el país como "el paraíso del individualismo, la excentricidad, las anomalías y las aficiones" y nuestro Moratín señala que lo que "los hace fastidiosos es el orgullo; pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar".
Ahora se han encerrado en un laberinto sin atisbar la salida. La tierra de Locke, Hume y toda la familia del empirismo filosófico se ha dejado arrastrar hacia una entelequia sin líneas definidas. La campeona del parlamentarismo ha bloqueado el suyo para que un tipo extravagante se salga con la suya. En el despacho de Churchill se sienta ahora un tal Johnson, y sobre el canal que lo separa del continente la niebla se vuelve cada vez más espesa.

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