miércoles, 18 de septiembre de 2019

Amargas lluvias de otoño

El tópico otoño caliente trae este año un añadido de tragedia ante la que pierden toda su falsa prestancia los vaivenes de los políticos en su interminable regateo por los sillones del poder. Una maldita gota fría cayó sobre las tierras levantinas, sumergiéndolas en un mar de agua y dejando sobre ellas algo parecido a las terribles imágenes que nos llegan a veces desde las tierras tropicales castigadas por los monzones. Ciudades y campos, carreteras, vías, coches, casas, recuerdos, testimonios del pasado y proyectos de futuro apenas iniciados han quedado sumergidos, sin más esperanza que la que pueda derivarse de que, cuando las aguas se retiren, lo que se encuentre no sea tan terrible como lo que se teme. Las cifras de la devastación parece que van a ser enormes, aunque todas ellas no pueden comprarse con las pérdidas dolorosamente irreparables de quienes no pudieron escapar de las aguas enloquecidas.
Los golpes de la naturaleza siempre nos causan una obligada y morbosa admiración, justamente por hacernos sentir la realidad de nuestra absoluta impotencia ante ellos. En el caso de los fenómenos meteorológicos, los expertos dan explicaciones y se esfuerzan en hacer predicciones, pero siempre cogen desprevenidas a las poblaciones que azotan, sorprendiendo a sus habitantes en sus tareas cotidianas sin que tengan tiempo de planificar una respuesta. No debe de ser fácil. Los caprichos de las nubes son eso, caprichos; no obedecen a ninguna ley, no cabe evitarlos ni apenas prevenirlos con garantías de tiempo suficiente. Naturalmente, la culpa de estas inundaciones la tiene ese nuevo mantra de todas las desgracias que es el cambio climático y, por tanto, nosotros por ser sus causantes, cuando lo cierto es que las gotas frías sobre el Levante español no son precisamente de ahora. Aún muchos recordarán aquella devastadora riada de 1957 en Valencia, que causó 80 muertos y propició que se desviase el cauce del río Turia de la ciudad para que no se repitiera la catástrofe; cinco años después, en la provincia de Barcelona, la tragedia fue mucho mayor: mil muertos en apenas tres horas. Y hay noticias de unas cuantas de efectos semejantes a lo largo de los siglos.
En ese campo de desolación, en el que vidas y haciendas están a expensas de unas circunstancias que pueden cambiar a cada minuto, la única mirada de esperanza que les queda a los afectados es la que se dirige a la solidaridad y la eficacia de las ayudas, y en eso siempre sabemos estar a la mayor altura. Abnegación, esfuerzo, sacrificio, competencia y generosidad en la entrega. No solo los que tienen como misión ayudarnos -Guardia Civil, bomberos, UME-, sino también los voluntarios que se ofrecen desinteresadamente, ofrecen lo mejor de sí mismos hasta más allá de todo deber. Somos una sociedad fuerte, cohesionada por sólidos valores de solidaridad y generosidad, que son el poso de muchos siglos de trayectoria común, y que salen a flote en los momentos de adversidad. Qué pequeños parecen aquí los oportunistas de la división y los medios que les jalean.

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