miércoles, 30 de agosto de 2017

El terrible Pérez

El lado más tenebroso de una amenaza de muerte siempre es el desconocimiento del criminal que acecha. El mal convertido en negras sombras, habitando quién sabe dónde, pero siempre cerca; la mente sin rostro que ha decidido cuándo ha de llegar nuestra hora final. Allá en lo profundo de los desiertos de Siria se esconden quienes dan las órdenes de acabar con nosotros por infieles. Sus siniestras figuras, todas envueltas en negro y con un machete en las manos, se nos aparecen como un icono del mal absoluto. Con su tétrica puesta en escena, sus escenarios de lúgubre desolación y sus espeluznantes mensajes sobre lo que nos espera, han impuesto un ritual que nos atemoriza solo con su exhibición. Cuando uno de ellos se dirige a nosotros con su pinta de fantoche salido del infierno, no podemos dejar de mirarlo, a pesar de todo, con un terrorífico respeto. Nos estremece su imagen imponente, como siempre lo es la imagen de la muerte. Son seres del ultramundo. Pues resulta que uno de ellos, ese tipo que nos amenaza con hacer sonar contra nosotros todas las trompetas del Apocalipsis, es el hijo de la Tomasa. Ese superhombre que promete hacer volver a España a los tiempos de Muza, la reencarnación de Abderramán y Almanzor juntos, esa fuerza oscura y terrible que dice tener nuestras vidas en sus manos, es un jovenzuelo de Córdoba, que se llama Mohamed Pérez y es hijo de una renegada llamada Tomasa Pérez Mollejas.
Tomasa tenía 17 años cuando un moro llegado en patera la debió de encandilar de tal modo que se volvió musulmana, se casó con él, le dio cinco hijos y terminó yéndose a Siria con todos ellos para combatir por Alá. Ahora el mayor, Mohamed, llamado el Cordobés, es el que aparece en los vídeos advirtiéndonos con el dedo en alto del fin de nuestra sociedad y del advenimiento del nuevo califato de manos del Daesh. Cuando por su tierra vieron al hijo de la Tomasa, con su voz aflautada y su pinta de paciente de un loquero, tronando terribles amenazas contra Occidente y contra todos nosotros, la chufla en las redes fue general. A lo mejor es una buena forma de defensa. Estos asesinos son inmunes a la piedad y a cualquier clase de sentimiento humano, pero no al ridículo. Si la trascendencia de su causa se convierte en objeto de risa, habrán perdido buena parte de su poder.
Cuesta trabajo entender que una pirueta hermenéutica de alguna sura del Corán o de todo el libro pueda desencadenar en el interior de alguien un proceso de tanta complejidad que conduzca a la autodestrucción. Cuesta trabajo creer que Alá sonría ante eso. Y cuesta trabajo creer que a estas alturas de la Historia alguien entienda las relaciones del hombre con la divinidad como una máquina de odio y muerte, en vez de lo que toda religión ha de ser en última instancia: un re-ligare individual con el ser que ilumina el espíritu de cada uno, personal, en línea íntima y callada. Si no hubiera tanta sangre y si no fuera porque no hay amenazas más temibles que las que nacen del fanatismo, la grotesca imagen de este terrible Pérez daría para otro sainete con este mismo título. Pero lo cierto es que se trata de una tragedia.

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