miércoles, 22 de noviembre de 2017

Después de la borrasca

Ahora que la borrasca del nordeste se ha desinflado sin que haya llegado a causar una catástrofe de magnitud irreparable gracias a que el dique de protección ha demostrado su solidez, es el momento de echar una mirada al escenario y examinar lo que la embestida del temporal ha dejado al descubierto. Las aguas agitadas nos han puesto a la vista objetos que ni siquiera sabíamos que existían y removido arenas que parecían connaturales al paisaje porque siempre habían estado allí; ahora en cambio nos damos cuenta de que tienen otra significación. A marea baja no es posible mantener ningún engaño sobre el fondo del mar. Si alguna consecuencia útil nos ha traído este episodio es la de haber servido para, en unos casos, asombrarnos de no haber visto antes unas cuantas evidencias, y en otros para rectificar algunas posturas nacidas de algún complejo o de algún temor que se han demostrado infundados.
La primera víctima de esta aventura nacionalista es el concepto que Cataluña había logrado implantar en el resto de españoles. Se las había sabido arreglar para aparecer como nuestro sabio hermano mayor, ese que da ejemplo a todos y a todos mira desde la altura de su éxito, sin descender nunca a reconocer que buena parte de él se lo debe a todos. La vieja distribución de tópicos regionales había adjudicado a los catalanes el de eso tan indefinible que llaman "seny": un pueblo laborioso, práctico, pegado a la tierra, siempre cuidadoso en sus iniciativas y escasamente crédulo ante todo lo que no tuviera alguna consecuencia monetaria. Todo ha quedado deshecho. Una extraña amalgama de advenedizos radicales, elementos antisistema, burgueses de derechas con aspiraciones de izquierdas, nacionalistas de inmersión y elementos acríticos que siguen la estrella que creen que les lleva a su particular belén, todos unidos en el "procés", han conseguido dar una imagen de Cataluña próxima a la de una república de ópera bufa gobernada por algún pariente de Rufus Firefly. Porque todo fue una inmensa mentira. No había nada detrás de tanta palabrería solemne. Ni la historia que se había contado, ni las cifras, ni los apoyos, ni los planes que se ofrecían como sólidamente establecidos. Al otro lado de la pantalla en la que se proyectaba la luminosa imagen de la tierra prometida todo era un inmenso hueco; humo, polvo, sombra, nada. El único plan bien estudiado era el de asegurar la vía de escape de algunos en cuanto las cosas se pusieran mal.
Por el lado positivo, los efectos colaterales de toda esta chapuza han sido, entre otros, el de sacar a la luz la existencia de injusticias y agravios comparativos con relación al resto de España, entre ellas la diferencia de retribución entre los policías regionales y los estatales. Que los miembros de unos cuerpos policiales perfectamente prescindibles, como los autonómicos, cobren mucho más que los de la Policía Nacional o la Guardia Civil, en cuyas manos están no solo las labores propias de investigación, vigilancia y rescate, sino también el control y protección de todos los puntos sensibles del país, resulta incomprensible. Tan incomprensible como indigno para el Estado.

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