
En Jerusalén todo es intenso. Si alguna metáfora puede hacerse del revuelto mundo interior de la humanidad, sin duda ha de ser esta ciudad, atormentada como pocas y deseada como ninguna. Y bella también como ninguna. Cuando uno la contempla desde el otro lado del torrente Cedrón, sobre todo al atardecer, con la luz dorada del poniente que parece hacerla flotar sobre el fuego, hasta se siente inclinado a creer eso de que Dios dividió la belleza del mundo en diez partes; nueve se las dio a Jerusalén y la otra la repartió entre el resto. Brillan las cúpulas y se realzan los campanarios, se dulcifica la hosquedad de las murallas, y la imagen de la ciudad, enmudecida por la lejanía, permite sugerir su vida interior. En Jerusalén hasta los viejos muros, a cuestas con sus penares de siglos, las viejas callejuelas, que han visto todos los rostros posibles de las conciencias, los sonidos viejos de invocaciones infinitas, se vuelven materia de argumento para todos los razonamientos del espíritu.
La decisión del presidente norteamericano de instalar la embajada de su país en Jerusalén oculta seguramente un trasfondo interesado, al fin se trata de de un acto político, pero desde luego no va contra la inercia de la Historia. Mil seiscientos años antes de que apareciese el islam, Jerusalén ya era la capital del reino judío y lo siguió siendo siempre en el corazón de sus hijos, por dispersos que estuvieran. Su nombre aparece 850 veces en la Biblia y ni una sola en el Corán. “Que mi mano pierda su destreza y mi lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti, Jerusalén”, pide el salmista y con él los judíos de todos los siglos.
Desde el Museo de Israel se ve cercano el moderno edificio de la Kneset, el Parlamento, y el pensamiento surge por sí solo en la mente del visitante: ahora que después de tantos siglos los judíos han logrado pasar de ser un pueblo en el tiempo a un pueblo en un espacio, no pueden concebir otro lugar para fijar su centro que el que siempre fue.
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