miércoles, 20 de diciembre de 2017

Cuento de Nochebuena

Se detuvo una vez más para tomarse un respiro y tratar de calentarse las manos ateridas de frío. La nieve no paraba de caer. Ante él, el camino seguía subiendo hasta perderse entre los árboles. No recordaba que fuese tan empinado, tantas veces como lo había recorrido de niño cuando su madre le mandaba a hacer algún recado al pueblo. También entonces solía estar nevado ya a principios de diciembre, pero le parecía que nunca lo había visto tan cubierto como ahora; hasta tuvo que dejar el coche en el pueblo y seguir a pie hasta la pequeña aldea en lo alto de la montaña. El frío era cada vez más intenso. A su alrededor todo estaba solitario y silencioso, con ese silencio de nieve que se asienta en los corazones con la misma suavidad de los copos. De lo más profundo de la niebla llegó el sonido lejano de la campana de la ermita, la misma campana que le llamaba de niño. Igual que siempre. Igual que en aquellos años, cuando su madre le ponía guapo para ir a la iglesia y luego preparaba para los dos un cocido de domingo. Hoy además era Nochebuena, y el recuerdo se convertía en un torbellino de nostalgia que le confundía la mente. Todo volvía ahora de golpe después de estar tantos años arrinconado en su interior. Desde aquella maldita hora en que algo que había comenzado con una absurda discusión terminó en una ruptura total. Se habían dicho cosas muy duras, se habían gritado palabras que nunca habrían pensado que llegarían a decirse, ella le había echado de casa y él había prometido a voces que jamás volvería. Hacía ya quince años y en todo ese tiempo había cumplido su promesa, pero ahora estaba allí subiendo de nuevo el camino que le llevaba hasta el viejo rincón de su infancia.
Dios, qué silencio. Acostumbrado a su vivir diario, este silencio le parecía aún más hondo que el que guardaba en su recuerdo. Una vez más se preguntó qué clase de tontería estaba haciendo. No sabía qué iba a decir ni cómo iba a ser recibido; quizá ella quisiera ajustar cuentas, y en ese caso procuraría echar mano de sus recuerdos infantiles para no decirle todo lo que había ido acumulando en su interior a lo largo de esos años. La nieve arreciaba y la oscuridad crecía. Ya anochecía cuando llegó a la aldea. Había luz en su casa. Se detuvo un buen rato ante la puerta; al fin llamó. Oyó unos pies que se arrastraban. La puerta se abrió y vio la figura de su madre, más menuda que nunca. Durante un largo rato tan solo se hablaron con los ojos; luego le hizo pasar. El fuego de la chimenea creaba un ambiente cálido que reconfortaba el cuerpo frente al terrible frío del exterior. Su mirada recorrió aquella estancia que era su misma niñez. Todo estaba igual, como si el instante de hace quince años se hubiera congelado y ahora volviera a la vida: los mismos muebles, el mismo olor, el mismo ladrido lejano de algún perro solitario. En un rincón estaban el portal y las figuras de siempre, aquellas que él ponía con tanta ilusión cada Nochebuena mientras su madre colocaba las guirnaldas en las paredes. También ahora colgaban guirnaldas. De pronto su mirada se fijó en la mesa. Tenía en el centro una vela encendida y estaba adornada con un ramo de hojas de acebo con sus brillantes bayas rojas. Y algo más: había dos cubiertos completos en ella. La madre por fin habló y dijo suavemente:
-Todos estos años, en cada Nochebuena he puesto dos platos en la mesa.

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