miércoles, 15 de noviembre de 2017

Aristas artificiales

Puede que la Historia deje marcadas en las piezas que ha ido forjando en su transcurso unas aristas que dificultan su encaje entre sí y que resultan muy difíciles de eliminar. Pero la Historia es el hombre; la hace el hombre, y si cambia el hombre cambia la Historia. La única fuerza que condiciona la Historia humana es la voluntad del hombre. Lo que ocurre es que se trata de una fuerza anárquica, dispersa, dividida por mil intereses, imposible de unificar, y de ello nacen los conflictos, todos los conflictos. Solo la buena disposición de la persona, su concepto del valor moral de la convivencia, y en último término la ley, pueden conseguir una sociedad de coexistencia armónica, con referencias culturales comunes, y homogénea en sus objetivos generales. Entonces, las aristas que dejó la Historia no son capaces de impedir el acomodo de todas las piezas en el conjunto.
En el caso de España y su eterna discusión sobre el encaje de sus tierras hay mucho de debate artificial. Las aristas dejadas por la Historia no son más agudas que las de otros sitios ni suficientes para generar roces de convivencia, ni mucho menos para desatar fuerzas centrífugas desintegradoras. Tanto el nombre como el concepto de España son anteriores a los de todas sus regiones. Los dos surgieron como significación de una unidad, aun cuando solo fuera geográfica, que pronto se fue completando con aportaciones políticas y sociales. Cuando, mucho más tarde, las circunstancias propiciaron una división en varios modos de organización territorial, los nuevos espacios nacieron ya dentro de una realidad previa, y a medio plazo terminarían por unirse.
Quizá la arista más innoblemente usada por los nacionalistas sea la de las lenguas autóctonas, que se convierten en la fuerza argumental de sus empeños; es sabido que la lengua es, junto con la religión, el aglomerante más sólido de una sociedad. La misma lengua que aumenta el acervo cultural del conjunto de la nación cuando conserva su capacidad de comunicación y de creación literaria, se convierte en un elemento inútil y hasta conflictivo cuando se hurga entre las hojas muertas para recomponer lo que sea con tal de tener una propia, que eso sí que da sello de diferencia y hasta eleva el rango de región a nacionalidad. Se dan casos en muchas regiones, cada uno con más o menos empeño de autoafirmación, que van desde la debida atención a lo que se considera un simple vestigio cultural, hasta pretender convertir un conjunto de hablas campesinas nada menos que en lengua oficial.
El caso de Cataluña nos está enseñando hasta qué punto una fantasía impostada, siempre con la lengua como arma ofensiva y en maridaje con otros ingredientes como odio, mentiras y algún gramo de bienintencionado amor al terruño, puede nublar el entendimiento. De tiempo en tiempo surge el libertador que lo agita y promete conducir al pueblo hacia un horizonte luminoso en un mundo de ensueño. Pero solo mientras el mar está sosegado; cuando comienza a inquietarse y las nubes se tornan plomizas amenazando con soltar rayos y truenos, todos se vuelven dóciles, mansamente arrepentidos, ustedes perdonen, todo fue virtual, no existen aristas que no se puedan limar. La buena vida bien vale una apostasía.

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