miércoles, 13 de septiembre de 2017

Cambio de aire

Vivió toda su niñez en su pueblo de la comarca de La Garrocha, allí donde la Cataluña profunda se hace más profunda todavía. Desde niño, en el colegio le habían enseñado que vivía en el lugar del mundo más envidiado, el sitio donde se condensaban las esencias de todas las virtudes que escaseaban fuera de allí, especialmente en el territorio vecino. Él pertenecía a un pueblo único y singular, totalmente diferente de los que habitaban más allá del Cinca; solo había que ver lo evidentes que eran sus signos de identidad. Por ejemplo, su lengua, gloriosa e ilustre como pocas, su brillante historia, su carácter ahorrador o su personalidad, modelada por ese “seny” que escaseaba tanto en el resto de la península que ni siquiera tenían una palabra adecuada para denominarlo. Un pueblo privilegiado, luz y faro de su entorno, trabajador, emprendedor, austero e incomprendido. Eternamente incomprendido. Sometido desde siempre por un estado opresor que le roba y encima le desprecia. Tal como venían a enseñar los libros de texto, Cataluña era una realidad incompleta y postergada, a la que la Historia había tratado con injusticia adjudicándole unas circunstancias muy por debajo de sus merecimientos como unidad de destino universal. Que sí, que somos un pueblo especial. No, un pueblo no, una nación, que lo dice siempre la TV3, no como las cadenas estatales, que no cuentan más que mentiras anticatalanas.
Fastidiosos compromisos profesionales le obligaron a hacer un viaje por aquellas tierras al sur del Ebro y se extrañó de que aquellas gentes enemigas y opresoras le hablaran con amabilidad y hasta con admiración de Cataluña, de que a nadie le importaba que fuera catalán para invitarle a sus fiestas, y de que en sus mentes no había compartimentos estancos dictados por odios artificiales. No encontró rastro de desprecio alguno, más bien al contrario, un afecto general, aunque debilitado últimamente por la actitud hostil y amenazadora de los políticos de su tierra. Y descubrió que Cataluña solo fue un simple condado; que jamás llegó a ser un reino, y mucho menos independiente, y que lo de 1714 no fue una guerra entre dos naciones, sino una lucha dinástica por el trono español. Descubrió que las demás regiones tenían también su historia, su lengua y su cultura, en conjunto mucho más universal; desde luego no había ningún Nobel catalán. Que sus Juegos Olímpicos, igual que la Seat y tantas otras cosas de las que presumían, jamás habrían existido sin el resto de España. Que la mayoría de los catalanes ilustres -Dalí, Albéniz, Granados, D'Ors, Vives, Balmes, Claret, Fortuny, Prim- se quedarían de piedra si alguien les dijera que no son españoles, y aún más, que lograron su gloria no por catalanes, sino porque realizaron su obra en España. Y que se quedarían todavía más petrificados si contemplaran la incomprensible decisión de esta generación de romper sin ningún motivo lo que las generaciones anteriores edificaron con infinito esfuerzo. Y hasta que la fabada es bastante más sabrosa que los mongetes con butifarra de su pueblo.
Ahora sigue siendo culé, pero cada vez soporta menos el opresivo aire nacionalista de su tierra y, en cuanto puede, se escapa a Madrid, donde el único aire que siente es el libre y sosegado que viene de la sierra.

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