miércoles, 30 de agosto de 2017

El terrible Pérez

El lado más tenebroso de una amenaza de muerte siempre es el desconocimiento del criminal que acecha. El mal convertido en negras sombras, habitando quién sabe dónde, pero siempre cerca; la mente sin rostro que ha decidido cuándo ha de llegar nuestra hora final. Allá en lo profundo de los desiertos de Siria se esconden quienes dan las órdenes de acabar con nosotros por infieles. Sus siniestras figuras, todas envueltas en negro y con un machete en las manos, se nos aparecen como un icono del mal absoluto. Con su tétrica puesta en escena, sus escenarios de lúgubre desolación y sus espeluznantes mensajes sobre lo que nos espera, han impuesto un ritual que nos atemoriza solo con su exhibición. Cuando uno de ellos se dirige a nosotros con su pinta de fantoche salido del infierno, no podemos dejar de mirarlo, a pesar de todo, con un terrorífico respeto. Nos estremece su imagen imponente, como siempre lo es la imagen de la muerte. Son seres del ultramundo. Pues resulta que uno de ellos, ese tipo que nos amenaza con hacer sonar contra nosotros todas las trompetas del Apocalipsis, es el hijo de la Tomasa. Ese superhombre que promete hacer volver a España a los tiempos de Muza, la reencarnación de Abderramán y Almanzor juntos, esa fuerza oscura y terrible que dice tener nuestras vidas en sus manos, es un jovenzuelo de Córdoba, que se llama Mohamed Pérez y es hijo de una renegada llamada Tomasa Pérez Mollejas.
Tomasa tenía 17 años cuando un moro llegado en patera la debió de encandilar de tal modo que se volvió musulmana, se casó con él, le dio cinco hijos y terminó yéndose a Siria con todos ellos para combatir por Alá. Ahora el mayor, Mohamed, llamado el Cordobés, es el que aparece en los vídeos advirtiéndonos con el dedo en alto del fin de nuestra sociedad y del advenimiento del nuevo califato de manos del Daesh. Cuando por su tierra vieron al hijo de la Tomasa, con su voz aflautada y su pinta de paciente de un loquero, tronando terribles amenazas contra Occidente y contra todos nosotros, la chufla en las redes fue general. A lo mejor es una buena forma de defensa. Estos asesinos son inmunes a la piedad y a cualquier clase de sentimiento humano, pero no al ridículo. Si la trascendencia de su causa se convierte en objeto de risa, habrán perdido buena parte de su poder.
Cuesta trabajo entender que una pirueta hermenéutica de alguna sura del Corán o de todo el libro pueda desencadenar en el interior de alguien un proceso de tanta complejidad que conduzca a la autodestrucción. Cuesta trabajo creer que Alá sonría ante eso. Y cuesta trabajo creer que a estas alturas de la Historia alguien entienda las relaciones del hombre con la divinidad como una máquina de odio y muerte, en vez de lo que toda religión ha de ser en última instancia: un re-ligare individual con el ser que ilumina el espíritu de cada uno, personal, en línea íntima y callada. Si no hubiera tanta sangre y si no fuera porque no hay amenazas más temibles que las que nacen del fanatismo, la grotesca imagen de este terrible Pérez daría para otro sainete con este mismo título. Pero lo cierto es que se trata de una tragedia.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Otra vez los fanáticos asesinos

Por segunda vez hemos sufrido el ataque de unos ignorantes fanáticos, y de nuevo el dolor en todos los ojos y el corazón envuelto en miedo y en incertidumbre. Desde aquella terrible masacre de los trenes, con la que descubrimos atónitos que un nuevo e imprevisible mal había anidado en nuestro país, no habíamos tenido de él más noticias que las que venían del exterior. Fueron trece años en los que todos los intentos asesinos de estos tarados fracasaron por el buen hacer de quienes habían de impedirlo. Pero ya se sabe que, por eficaces que sean los cuerpos de seguridad, y los nuestros lo son en grado sumo, la inmunidad absoluta siempre tiene una fecha de caducidad. Esta es una guerra que nos han declarado a largo plazo y durará mientras no se acabe con ellos.
La triste experiencia de estos casos nos deja siempre una secuencia que se repite con exactitud y que pone en evidencia las diversas posiciones y actitudes sociales, las positivas y las negativas, las que ayudan a fortalecer el ánimo ante tanto dolor y a vislumbrar una esperanza, y las que con su ruindad nos hacen de nuevo volver al bajo suelo de la decepción. Hay siempre tres aspectos que nos reconfortan con su plenitud y que dan la medida de nuestros valores como sociedad y nos ayudan a fortalecer la confianza en el modo de vida que nos hemos dado. Uno de ellos es el pueblo, la gente de la calle, generosa, solidaria, dejando en libertad a sus sentimientos más hondos, siempre dispuesta a la ayuda, incluso a riesgo de perder su vida. Otro son las fuerzas de seguridad, con su labor callada y tenaz, siempre eficaces, capaces de desentrañar en un tiempo mínimo el siniestro misterio de los asesinos. Y otro el triunfo de los símbolos como catalizadores imprescindibles de todos los sentimientos: las concentraciones, los minutos de silencio, los altares callejeros, las flores, las frases de siempre, tan bonitas y sinceras como inocuas. En el otro lado está la evidencia de la incapacidad de la clase política en general, pero sobre todo de los antisistema, para estar a la altura de la sociedad, la desunión, la búsqueda de ventajas partidistas, la cobardía del buenismo, la debilidad para tomar medidas como filtrar la inmigración o controlar las mezquitas y sus imanes, la falta de reconocimiento del fracaso de la multiculturalidad y de que coexistir no es lo mismo que integrarse.
Quizá el fanatismo sea la peor condición a la que puede descender el hombre y también el peor enemigo contra el que combatir, porque ni la todopoderosa razón, ni la clarificadora lógica, ni siquiera la evidencia suprema de la realidad son capaces de vencerlo. Es inútil razonar con un fanático; es inútil tratar de demostrarles que se equivocan, porque es que se quieren equivocar. No sé qué forma habrá de romper los velos que ciegan al fanático hasta la oscuridad, hasta confundir a la misma divinidad con la voluntad propia. Quizá habría que sugerir al cielo que Alá, Yaveh y Dios se reúnan y tomen algún acuerdo por unanimidad, como el de poner en los cerebros de sus devotos más radicales un par de gramos de cordura. Alá, desde luego, iba a tener mucho trabajo.

miércoles, 16 de agosto de 2017

El antiturismo

A unos cuantos individuos de mollera revisable, cortos en número pero largos en daño, les molestan los turistas que vienen a pasar sus vacaciones entre nosotros, y lo hacen ver públicamente pintarrajeando las paredes con mensajes insultantes e imperativos, como si fueran ellos los dueños de la ciudad. Tantos recursos empleados, tanto esfuerzo de imaginación, tanta inversión y tantas campañas para conseguir lo que ahora somos, una de las primeras potencias turísticas del mundo, y ahora unos majaderos con un spray pretenden echarlo todo por tierra. Son los profesionales del contra todo. Otro más de esos grupos, tan abundantes últimamente, que viven entre fobias perpetuas y, lo que es peor, tratan de trasmitírnoslas a los demás. Les come un odio indiscriminado hacia todo lo que suene a unidad, consenso social, éxito nacional, fomento de lazos de unión, a todo eso.
A estos tipos seguramente habrá de parecerles absurda la idea de millones de personas de que el paraíso está siempre en otra parte, que es algo así como el lema de todo viajero de voluntad libre. El viaje interior puede llevarnos por caminos sin polvo ni fatiga hacia el mundo que queramos plantearnos, sin tener que usar palabras de saludo ni de despedida; al fin y al cabo, del viaje alrededor de nuestro cuarto nunca se regresa. Pero muchas veces la exigencia se vuelve sensorial, y la necesidad de anular o de confirmar nuestro escepticismo acerca de lo imaginado, o simplemente nuestras limitaciones para vislumbrar caminos de plenitud interior, nos impulsa a ponernos en marcha en busca de lo intuido. Frente a la especie del Homo sedens se alza la del Homo girovagus. Es lo que yace en el fondo de todo buen turista.
Para el país que lo recibe, el turismo es una enorme fuente de ingresos, una industria limpia y sostenible que supone la creación de millones de empleos y, en nuestro caso, el 16 por ciento de la riqueza que producimos. Para el viajero curioso, ese que cifra siempre los resultados de su viaje en el grado de disfrute interior conseguido más que en la comodidad, salir de viaje es salir a buscar emociones, que es en definitiva el afán del hombre. Incluso cuando se ejerce de turista por simple moda o por el afán de no ser menos que el vecino, se viaja para poder vivir momentos novedosos, distintos a los cotidianos, pero siempre con la esperanza de que esos momentos resulten de una intensidad gratificante, o al menos interesante desde cualquier punto de vista.
Si el turismo llega a convertirse en un problema por una excesiva masificación, algo que realmente puede suceder aunque solo en puntos muy concretos, habrá que buscar soluciones desde arriba mediante una actuación bien estudiada, que puede incluir leyes restrictivas contra los turistas indeseables, campañas de promoción de nuevos espacios o medidas que disminuyan la concentración temporal. Desde luego, no dejarlo en manos de unos radicales insultones, que dan una imagen de todos nosotros que nada tiene que ver con la realidad de un país de tradición acogedora y hospitalaria. Respetemos al turista, que ya lo tratan bastante mal en algunos restaurantes y bares, con sus precios o sus camareros de gesto avinagrado.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Tiempo de fiestas

Vaya uno por donde vaya en estas fechas, por cualquiera de los caminos de España y hacia cualquier destino que elija, se va a encontrar con una fiesta. Apenas hay lugar, por apartado que parezca, que no celebre a su modo el día de su santo protector, que en realidad toma forma de pretexto para ir durante unos días contra corriente de lo establecido por la rutina del resto del año. Si el viajero no tiene demasiada prisa y es amigo de compartir buenos momentos con cualquiera, hará bien en detenerse y mezclarse en el ambiente; seguro que no será mal recibido.
Ahora el mundo viene a ser una casa global y el acontecer universal ha engullido al particular, pero hasta no hace mucho la historia de nuestros pueblos era casi exclusivamente la de sus fiestas. El ciclo anual lo marcaban los pequeños sucesos cotidianos y alcanzaba su punto máximo el día de su santo patrono, fecha esperada como ninguna y culminación de un trabajo ilusionado durante los doce meses anteriores. Fiesta mayor, misa solemne, procesión, cohetes, romería, concursos, caballitos, tómbolas, puestos de tiro, olor a fritura y profesionales del descuido, de todos los descuidos. El elemento fundamental de la fiesta era la orquesta, que introducía el baile, y con él la posibilidad de proyectar algunos sentimientos inhibidos que ahora podían tener la ocasión de expresarse, incluso con algún roce físico. En el prado del pueblo se manifestaban aquel día, sin estridencias, los afanes lúdicos de unos mayores que podían, por unos momentos, rehacer los instantes de una juventud perdida y alterar un presente con escasas variantes; de unos jóvenes que se sentían protagonistas y sostenedores de la tradición, y de unos niños para quienes la sorpresa era un objetivo muy sencillo de alcanzar. Y al final, con el adiós del último feriante y la tristeza del espacio vacío en la amanecida, el paseo de la nostalgia por el prado silencioso, en el que tan solo quedaban los rectángulos de hierba verde que dejaron las tómbolas.
La fiesta forma parte de nuestra de nuestra instalación cultural como causa y argumento de infinidad de manifestaciones artísticas de todas las épocas. Como verbena, romería, encierro, danza, juego o en cualquiera de sus caras, se encuentra en la música, la pintura y la literatura, muchas veces con obras maestras. Pero no es esta categoría la que se cuenta entre sus fines, sino la de estar dentro de nosotros y ser parte de nuestra trayectoria individual como referencia de algunos de los momentos más gratificantes de nuestra vida. De aquellos en que por primera vez hicimos tantas cosas, de transgresiones toleradas, de caricias furtivas, de ilusiones de juventud, de promesas y deseos cumplidos a los sones de aquella música que siempre parecía sonar únicamente para acompañar el estado de ánimo de cada uno.
Vibran los pueblos con sus fiestas en este tiempo de verano. Hay quien prefiere las más humildes, las de pradera y bombillas de colores, porque el disfrute es más auténtico que en las que se estructuran desde arriba. Ya se sabe que lo difícil no es organizar una fiesta, sino asegurar la alegría. Pues en ambos casos eso en España se sabe hacer muy bien.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Las noticias más tristes

Que las noticias del verano tengan como protagonistas a niños es la peor noticia de todas ellas. Los niños siempre aparecen en los medios sin pretenderlo y, por supuesto, sin miras propias ni intencionalidad oculta. En su alegre inconsciencia vemos los reflejos de la idea de una pureza primitiva, lo que convierte su desgracia en una tragedia mucho más dolorosa. Eso y su absoluta indefensión ante todo lo que acecha fuera del círculo de protección de los adultos. La pérdida de un niño es la pérdida más irreparable de cualquier sociedad, y en el plano individual el dolor más insufrible. Es el triunfo de la antinaturaleza. La destrucción de una esperanza y de un tiempo en el que todos hemos habitado con nuestros sueños siempre envueltos en la luz de una absoluta certeza. El dolor por ver que les es negado a otros lo mejor que hemos tenido. Por suerte, ninguno nos hemos curado de nuestra infancia.
En pocos días hemos visto demasiadas portadas dedicadas a sucesos relacionados con niños, unos víctimas mortales de desgraciados accidentes por descuidos ocasionales de los adultos de los que dependían, y otros víctimas afectivas de un conflicto legal. Es el caso del bebé inglés, afectado de una grave y rara enfermedad, al que un juez privó de asirse a una remota esperanza de curación. Cuando se rectificó ya era tarde, y Charlie murió dejando tras de sí unos cuantos doloridos interrogantes, entre ellos cómo se puede impedir a unos padres su derecho a intentar hasta el último recurso posible para salvar la vida de su bebé. O el de esa madre que se niega a entregar a sus hijos a un padre al que ha denunciado por maltratador, a pesar de que la fría racionalidad del código legal se lo ordene. El corazón no admite ninguna ley, pero la sociedad las necesita para poder sobrevivir, y en ese conflicto siempre hay un perdedor. ¿Qué habríamos hecho cualquiera de nosotros en el caso de esa madre? ¿Qué ciego impulso nos habría guiado? Lo único que uno tiene por cierto es que, ni en este caso ni en el anterior, le gustaría estar en el sitio del juez.
Maldito verano, que nutre su actualidad con nombres infantiles, golpeándonos no solo en lo que más sentimos, sino en lo que más necesitamos. Si los niños fueron siempre lo más valioso de cualquier grupo humano, en esta hedonista y despreocupada sociedad europea adquieren el valor añadido de un tesoro cada vez más escaso, aunque eso importa poco ante el inmenso dolor de ver el cuerpo sin vida de un pequeño.

miércoles, 26 de julio de 2017

Rutas para viajeros sin prisas

Como esta península nuestra es de una variedad apabullante, tanto en sus tierras como en su historia, puede uno dedicar su veraneo a perderse lejos de los enjambres playeros en busca de rincones bastante más sugerentes y mucho menos convencionales. Anda uno por las preciosas vegas del sur de la provincia de Madrid, las de los valles del Jarama y el Tajuña. Son tierras de trabajo callado y escaso afán de notoriedad, que no parece que reciban las miradas de atención que se prestan a otras rutas vecinas, mucho más famosas. Quién sabe por qué desconocida ley, en cualquier ámbito humano todo termina siempre basculando hacia un lado; expertos sobrarán que podrán explicarlo. El caso es que gracias a ello el viajero se mueve por aquí muy a gusto, al aire que le lleva, sin sensación alguna de encontrarse a dos pasos de la gran ciudad. La carretera serpentea entre colinas que bordean la vega del Jarama, y pronto se ve el cerro junto al que se apretuja Titulcia.
Titulcia tiene una historia digna de ser estudiada, desde su origen como ciudad romana hasta 1936, cuando, atrapada entre los dos frentes de la batalla del Jarama, quedó destruida por quinta vez en su historia, y por quinta vez fue reconstruida en el mismo sitio, a los pies de su cerro. Merece la pena subir hasta el Mirador de Venus para disfrutar del paisaje: la fértil vega, la laguna nacida sobre una antigua explotación de arena, los cortados sobre el Jarama, los dos puentes de hierro sobre el río y, a lo lejos, Ciempozuelos. Cerca se encuentra la Cueva de Los Vascos, una cavidad natural con hornacinas excavadas en las paredes.
Los buscadores de preguntas a las que no satisfaga ninguna respuesta sencilla tienen en Titulcia uno de sus lugares de culto: la Cueva de la Luna, que se encuentra bajo un restaurante con el mismo nombre. En realidad se trata de tres galerías subterráneas que confluyen en una rotonda central, bajo una cúpula. Se cuenta que fue obra del cardenal Cisneros, que la ordenó construir junto con una ermita, después de ver una cruz luminosa en el cielo en vísperas de la expedición de conquista a Orán. Se cuenta también que, tras enrevesadas operaciones matemáticas, se obtienen unas cifras que coinciden con la distancia que hay a Orán y con el radio de la Luna y con unas cuántas distancias más. Y se cuenta además que es un centro energético de gran potencial, especialmente perceptible por las mujeres, siempre que recorran sus pasillos con una vela encendida y se sitúen bajo la cúpula para recibir la energía del cosmos. Y hay quien dice, ay los escépticos de siempre, que no se trata más que de una simple caverna que pudo servir de bodega, sin más trascendencia. Lo cierto es que fue redescubierta en 1952 y que desde entonces, como siempre ocurre en estos casos, se han dado explicaciones para todas las tragaderas.
Es una tentación acercarse a Villaconejos para visitar el único museo del mundo dedicado al melón, y el viajero cae en ella sin remordimiento ni propósito de enmienda. El viajero aprende muchas cosas sobre el cultivo de esta fruta y, como está en la época de su sazón, aprovecha para endulzarse la mañana. Luego oye una voz amable que le informa:
-Oiga, que aquí no sólo cultivamos melones. Tenemos también un vino muy bueno y un aceite de aceituna cornicabra, que ni es tan ligero como el de arbequina ni tan fuerte como el de picual. Una gloria, tanto en la sartén como en la ensalada.
-Pues muchas gracias.

miércoles, 19 de julio de 2017

Un poder que quizá no tengamos

El ardiente verano, que está marcando registros de calor más altos de lo habitual, y algunas manifestaciones, como una gran grieta en un glaciar antártico, parecen confirmar que algo está cambiando en el clima. Nada anormal, si pensamos en el modo de ser de nuestro planeta. Buen objeto de estudio para los científicos y buen reclamo para los catastrofistas, agoreros, aprovechados y políticos oportunistas, que tienen aquí materia de resultados eficaces para conseguir sus fines sin coste ni desgaste alguno. En los peores casos, la verdad les importa tanto como la salud del planeta; lo que importa es señalar a un culpable entre los contrarios.
El cambio climático es una realidad, nadie lo duda porque es fácilmente comprobable. Se dice que la temperatura global ha aumentado un poco en el último siglo y que la tendencia es a seguir subiendo. Pero otra cosa es que nosotros tengamos que ver con eso. Por lo menos cabe dudarlo. En los cuatro mil millones de años de existencia que tiene la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un período glacial intenso sucedía otro de calentamiento. La última de las muchas glaciaciones que sufrió la Tierra, la Würm, terminó cuando ya el hombre estaba pintando las paredes de sus cuevas, hace unos 10.000 años, y desde entonces el planeta no ha dejado de calentarse, no precisamente por culpa de la acción humana. La Tierra no es un planeta tranquilo; toda su existencia fue una sucesión continua de crisis, como si fuese incapaz de completar su evolución. Ella misma genera sus propias emanaciones destructivas y las hace suyas en un continuo proceso; basta pensar que la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, lo que confirma la capacidad de nuestro planeta de regenerarse a sí mismo. La atmósfera y la capa superficial de la Tierra se comportan como un todo coherente que se autorregula. Ahora vivimos en un periodo postglacial, inicio de otro de calentamiento, y no parece creíble que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad industrial se detuviera el proceso de evolución térmica del planeta. Decir que somos nosotros los causantes de la variación del clima es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. El hombre no puede controlar la Naturaleza.
Parece que siempre hay alguien interesado en que vivamos en perpetuo temor, alguien que encuentra beneficio en nuestro miedo, alguien que sabe sacar provecho de la inquietud del hombre por lo desconocido, como si a pesar de todo no siguiésemos aquí. La zozobra de la vida, convertida en un producto comercial. Por supuesto hemos de procurar cuidar este planeta porque es todo lo que tenemos y porque nos importa él más a nosotros que nosotros a él. Pero antes de aceptar cualquier afirmación o acudir a cualquier llamada por amplia que sea, conviene pensar e informarse, aunque sea a costa de salirse del círculo. La verdad tiene muchos enemigos. Puede, por ejemplo, estar en brazos de intereses ocultos o de los habituales demagogos que se apuntan a todas las causas.

miércoles, 12 de julio de 2017

Otra cara del populismo

Cada vez que los que gobiernan el mundo se reúnen para analizar su marcha y -se supone- tratar de buscar soluciones a alguno de sus problemas, allí aparecen unos cuantos grupos de violentos vociferantes destrozando todo lo que encuentran entre gritos contra la globalización. En algún descanso de su antiglobal actividad bien podrían tener la deferencia de explicar a los pobres ciudadanos los profundos conceptos de su ideología, a ver si logramos saber si ya estamos globalizados, o cómo hemos de hacer para desglobalizarnos, o si merece la pena hacer algo por globalizarnos del todo. O sea, que nos faciliten la comprensión del asunto, porque ningún estudioso del asunto ha dejado las cosas demasiado claras. A lo mejor es que la utopía no admite descripciones, o quizá que de todas las doctrinas sociales que han ido brotando al paso de las generaciones desde que se consolidó el derecho al libre pensamiento, esta de la globalización es una de la que más dificultades presenta para su comprensión. En su propia contradicción, resulta tan vulnerable, o tan sumamente fuerte, que brinda sus propias herramientas para que la ataquen. Sus enemigos se citan a través de la global internet, viajan en globales líneas aéreas, pagan en globales dólares y se visten, adornan, eligen a sus ídolos e incluso la comida y el ocio según la moda global. La verdad es que podían explicar un poco mejor qué es lo que buscan.
A uno le da la impresión de que tanta contradicción de conceptos tiene bastante que ver con la esencia misma del asunto. Globalización viene a ser sinónimo de universalización. Es decir, que se está contra el impulso que tiende a hacer universales las cosas. Pero entonces aparecen unas cuantas preguntas. ¿Se está a favor de que no se globalicen la técnica, la salud, el conocimiento científico, la democracia, los derechos? ¿Se pretende que cada civilización viva de su propia producción cultural? ¿Se reclama que no haya trasvases de conocimientos entre las distintas sociedades que habitamos este planeta? Pues entonces flaco favor le hacen estos reivindicadores a más de la mitad de la humanidad, si tenemos en cuenta que los avances técnicos y científicos, la medicina, el pensamiento filosófico, las teorías sociales y políticas basadas en los conceptos de libertad y dignidad individual son obra casi exclusiva de la otra mitad. Es decir, del denostado Occidente. Si cada uno se hubiera arreglado solo con sus ideas, medio mundo seguiría en el Neolítico.
Las movilizaciones suelen ir contra cualquier reunión del G20, del Banco Mundial, el FMI o algún organismo internacional de esos de los que la mayoría de nosotros apenas sabemos más que el nombre, pero en todo caso mucho ruido parece para tan oscuro objetivo. No es probable que, aun queriéndolo, estuviera en sus manos poner puertas a una marea que lo ha ido anegando todo desde el primer viajero que descubrió que, si vendía en Samarcanda un producto europeo, le pagarían con una seda que luego podría vender en Europa, con el consiguiente beneficio. Que le pidan cuentas a ese. Entretanto, y a falta de más propuestas que el mero vandalismo, seguirán etiquetados como una manifestación más del peor populismo.

miércoles, 5 de julio de 2017

El nuevo nombre de la mentira

La verdad es eso que a todos nos cuesta decir cuando no es aliada nuestra, aunque reconozcamos que es lo único que nos permite estar en paz con nosotros mismos. Dicen que nos hace libres, pero a la vez esclavos de sus consecuencias, una bendita esclavitud que trae consigo serenidad de espíritu y ausencia de temores. Sobre ella se sostienen el resto de virtudes, porque si ella se ausenta todo se apoyará sobre la falsedad. Pues ahora le ha salido una hermanastra a la que los turiferarios de la modernidad han aplicado el nombre de posverdad. Palabra extraña y sin mucho sentido, porque posverdad significaría después de la verdad, y después de la verdad solo hay un conocimiento más auténtico de la realidad. Desde luego no está la mentira, ni siquiera una especie de verdad ectoplásmica no sujeta a demostración, que es el significado que dan a la nueva palabreja. La posverdad viene a ser una verdad que se basa en fuentes no demostrables empíricamente, o sea, lo que llamamos una falsa verdad o al menos una verdad dudosa. "Toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público", dice la definición propuesta para su inclusión en el diccionario académico. Según eso, papá Noel, por ejemplo, sería una posverdad. Y también el rapto de Europa, la Santa Compaña, el "España nos roba", la superioridad moral de la izquierda, la chica de la curva o las visitas de extraterrestres. Mentiras que, de tanto repetirse, acaban siendo tenidas por verdad. Es decir, lo que siempre hemos conocido como manipulación.
Y no, no es posible desdibujar los contornos de la verdad en beneficio de algo, porque hay una imposibilidad práctica de creer en lo que no es verdad. Russell, con su rotundidad acostumbrada, llegó a una conclusión muy clara: "Si algo es verdad, es verdad; y si no lo es, no lo es. Si es verdad debes creerlo, y si no lo es, no debes creerlo. Es fundamentalmente deshonesto y dañino creer en algo solo porque te beneficia y no porque pienses que es verdad".
La aparición de la posverdad como concepto a tener en cuenta es un indicador de algo que encontramos a lo largo de toda nuestra historia como seres humanos individuales y como sociedad: que lo que rige al mundo es el temor a la verdad. Es una característica nuestra: no queremos la verdad; solo queremos que se nos disfrace la mentira, y eso lo saben muy bien los que aspiran a dominar nuestras vidas. A los niños les queda la verdad como un adorno en el rostro que les trasluce una conciencia aún sin trabas y una ausencia de resabios. A los adultos, en cambio, la verdad es como un peso colgado del alma, que debiera ser pluma ligera y gratificante, pero que no lo es. Decir la verdad está coartado casi siempre por algún temor: el de exponerse a toda clase de improperios, el de que se vuelva contra nosotros, el de ser excluido del batallón de la progresía, el de quedar como ignorante o -el más noble- el de ofender. En cambio, los que desde sus propios intereses traman sus planes contra todos nosotros tienen en la mentira y la posverdad su arma más eficaz. Por eso su primer empeño es que no tengamos más remedio que aceptarlas.

miércoles, 28 de junio de 2017

Notas del verano

Con los rescoldos de las hogueras sanjuaneras todavía humeantes y los conjuros de la noche del solsticio aún pendientes de cumplimiento, el verano inicia su andadura y con él los afanes de espacios abiertos y de tiempo libre de mediciones. Están los proyectos a la espera de ser satisfechos en toda su medida, y las pieles desnudas deseando ser acariciadas por ese sol que las ha de oscurecer. Nos reclaman la mente y el cuerpo la luz y el sol, como si no fueran capaces de soportar el resto del año sin una inmersión temporal en ellos. Parece haber un afán por absorber la vida en este paréntesis que las nubes nos brindan, casi como si fuera algo a estrenar. Esa es nuestra condición: la de ser humilde polvo de estrellas, porque toda esa plenitud de vida que nos invade en verano, la alegría de las madrugadas tempranas y claras, la serenidad que desprenden esas tardes largas y mansas, el inquieto bullir de nuestro espíritu o el deslizamiento hacia un sentimiento de renovado optimismo que nos tiende a afectar en estos días, todo eso no es, en definitiva, más que una simple consecuencia de la inclinación del eje de la Tierra. Menos mal que nadie puede enderezarlo.
 En el vivir diario el bullicio no cesa, más bien se incrementa de forma artificial, y eso que hace ya años que ha muerto la famosa serpiente de verano. El gran monstruo de la información necesita ser alimentado constantemente, y todo vale: las fiestas y sus espectáculos, un aparatoso desfile de gentes que ostentan su orgullo sin que sepamos muy bien de qué, cualquier declaración por cenutria que sea o las tribulaciones de los famosillos con el fisco; se explotan hasta la saciedad los residuos de la actividad deportiva mientras que las cadenas especializadas en sensacionalismo político exprimen los temas hasta que no queda ni una gota que extraer de ellos, o sea, hasta que aburren al farol de la esquina.
Por encima de todo ello está la información de verdad, la que nace de la realidad cotidiana que determina nuestras vidas, esa que no conoce estaciones y que es la que verdaderamente nos afecta. La actualidad de estos días viene dominada por la terrible presencia de los incendios, siempre fieles a su cita de cada año, pero que en este nos ofrecen su cara más criminal. A las víctimas de la tragedia portuguesa, al desastre que nos hizo temblar por Doñana, se ha unido la imagen infernal de la torre ardiente de Londres, como si el maldito poder de las llamas hubiese querido ampliar sus registros y ejercer al mismo tiempo una actuación más selectiva. Dicen que es el cambio climático, lo que puede ser posible, y que somos nosotros los culpables de que se haya producido, lo que uno cree que no lo es; bastantes millones de años ha tenido la Tierra para demostrarnos que no necesita del ser humano para modificarse a sí misma.
Pero en la temprana amanecida de cada día, con la luz que se nos cuela con prisa en los ojos, vemos la cara amable del verano y su eterno gesto de invitación. Así que hagamos un año más de cigarra y lancemos fuera los trastos que nos atosigan el resto de los días. No tenemos que preocuparnos por el otoño; llegará enseguida.

miércoles, 21 de junio de 2017

De una, muchas

Lo han decidido unos señores en una reunión de su partido. Así, a paso lento, para darnos tiempo a digerir sus decisiones, los partidos políticos se van apoderando de casi todos los ámbitos de la sociedad. Su función de cauce de las distintas corrientes políticas y de los intereses públicos se ha ido desbordando hasta afectar a todos los campos, por ajenos que parezcan. Nada está libre de sus garras; ni las conciencias, ni las costumbres, ni la lengua, ni la historia. Acomodan los conceptos a su modo para adaptarlos a sus propósitos, incluso violentando a menudo la labor hecha por el tiempo y sin importarles lo que puedan tener de elementos de entendimiento. Sobre todo los llamados a sí mismos progresistas tienen una especial tendencia a trastocar todo lo que sea con tal de adaptarlo a sus intereses sectarios, como si solo en ellos residiese la verdad absoluta. Si la lengua es un inconveniente, se la modifica a la brava por muy milenaria que sea; se reúne un congresillo del partido y decide cómo tenemos que hablar a partir de ahora: el nuevo léxico a emplear, la extinción del género como categoría gramatical, las palabras vetadas y los eufemismos que las han de sustituir. La nueva censura será implacable con quien tenga la ilusa pretensión de hablar en libertad.
Ahora, en otro congreso de partido, este nacional, los asistentes han establecido que España no es una sola nación, que son muchas, que no se trata de una única realidad, sino de unas cuantas, que la solución a nuestros problemas de cada día está en reconocerlas y que la mención a una sola nación es desde ahora un concepto inexacto. O sea, para que lo entendamos, que España viene a ser como una matrioska, una muñeca de esas cuyo interior está formado por otras muñecas más pequeñas. Debemos de ser el único país que cuenta con políticos que defienden la existencia en él de un proceso de mitosis. Antes debían de ser muy cerriles al no darse cuenta de que no tenían una sola nación. Cuando, por ejemplo, en el Quijote un personaje llama al hidalgo honor y espejo de la nación española, nadie entendería que lo hubiera hecho en plural; a ninguno de sus contemporáneos se le ocurriría plantearse que pudiera haber más de una. Pero eso se arregla con unas papeletas; se vota y ya está. Claro que eso es como votar para derogar la ley de la gravedad. Recuerda a aquel ayuntamiento de un pueblo de Tarragona que, reunido en sesión extraordinaria en 1937, sometió al pleno la cuestión de la existencia de Dios. Por unanimidad, todos los concejales votaron que no, así que declaró oficialmente que Dios no existía y así se hizo constar en acta.
Quiénes son estos señores para dictaminar lo que es España. Qué autoridad intelectual les avala, qué reflexión les acredita, en cuál de las muchas definiciones de nación se apoyan, qué argumentos, fuera de los puramente afectos a la política coyuntural, ofrecen como soporte de su afirmación. Y quiénes son esa pandilla de salvadores de petulante palabrería y escasas lecturas, cuando no directamente iletrados, para obligarnos a usar el idioma según sus criterios sectarios. Quiénes son todos ellos para cambiar la esencia de nuestro modo de ser y estar como país, fruto del sedimento de tantos siglos.

miércoles, 14 de junio de 2017

Más que un acto heroico

Cómo necesitamos oír palabras como generosidad, valentía, heroísmo. Qué sensación tan gratificante la de leerlas y oírlas en medio de tanta vulgaridad, aliñada con una insufrible negatividad, como nos rodea. Por una sola vez, hasta los medios en los que jamás se oye un comentario positivo sobre nada, ni una sola palabra que reconforte, ni una noticia que encierre alguna esperanza, han tenido que pronunciarlas, aunque no fuera más que por no quedar en evidencia. Ese chico que perdió la vida en un puente de Londres por tratar de salvar la de otros nunca sabrá que su gesto fue algo más que un simple acto de heroísmo ante un hecho criminal; fue un aldabonazo que ha resonado en todo el país por encima del miserable ruido cotidiano y que por un momento nos ha situado en una dimensión en la que nos es necesario emplear palabras que ya creíamos olvidadas. Algo que se nos había debilitado ha vuelto a salir a la luz para reconciliarnos con lo mejor de nosotros mismos, y así lo hemos percibido. En estos tiempos en que tantos cobardes se amparan en el anonimato de las redes para ofender, un acto de valentía en defensa de otro alcanza categoría excepcional. Las manifestaciones de sincera admiración ante el hecho y las muestras de apoyo a la familia dan el verdadero reflejo de los sentimientos tantas veces escondidos porque casi nunca tienen ocasión de aflorar. Cuántas verborreas inútiles, cuántas soflamas campanudas, cuántas peroratas huecas y enfáticas palidecen ante las sencillas palabras de una chica afirmando que algo tan triste y tan duro como la muerte de su hermano se está convirtiendo en algo más bonito que les hace quererle más a él y a su familia, a sus amigos y a su país.
No está al alcance de la mayoría de nosotros enfrentarnos a un peligro cierto por salvar a alguien que no conocemos y al que ni siquiera hemos visto nunca; solo algunos se atreven a dejar salir a ese Don Quijote que todos llevamos dentro, pensando más en el bien a conseguir que en las consecuencias que le puede acarrear. El héroe casi nunca lo es por su triunfo; lo es por su afán de remediar con riesgo de sí mismo una situación en la que alguien sufre, sobre todo si ese sufrimiento viene dado por la maldad de otro. Puede que su sacrificio sea en vano, pero eso no le resta ni un ápice de mérito; solo lo tiñe de amarga melancolía. Un héroe es aquel que hace lo que puede; los demás no lo hacen.
Aquel héroe de nuestras lecturas infantiles que todos quisimos ser, hace ya tiempo que murió en nosotros, y el héroe histórico que realizaba grandes hazañas por su patria y alcanzaba la inmortalidad en crónicas y poemas, ya no es de este tiempo. Los de ahora no asaltan fortalezas ni conquistan imperios. Son héroes anónimos que surgen de pronto, cuando más los necesitamos, para sacudir nuestro escepticismo y traernos el convencimiento de que las lecciones de grandeza vienen más fácilmente de la mayoría callada que de esos esforzados paladines de la tropa mediática que nos lo arreglan todo con su palabrería. Por lo menos esta vez no han tenido más remedio que estar de acuerdo, lo que también es otra hazaña.

miércoles, 7 de junio de 2017

Una vida más larga

Si tienen razón los profetas de la ciencia, los afortunados niños que vengan a este exclusivo valle de lágrimas a partir de la próxima década tendrán la posibilidad de permanecer en él hasta los 120 años; al menos eso afirma un experto en genética. Por lo visto, cada vez es más factible poder manipular los mecanismos que determinan el envejecimiento de las células. Así, por ejemplo, añade el experto, los que vengan al mundo en el 2040 no tendrán problema en superar el siglo y medio. Vamos, que los que anden por aquí dentro de cien años van a tener que sacar número para poner los dos pies en el suelo. Es ciencia, y a ver quién puede negarle el derecho a seguir adelante, pero uno no tiene nada claro que las victorias parciales obtenidas sobre la muerte, sobre todo las de tan gran alcance, no lleven consigo un enorme precio a pagar. Habría que ver cómo sería esa vida. Habría que ver si las cualidades internas, las del espíritu, seguirían un desarrollo consecuente y paralelo al de lo físico. Si se mantendrían la capacidad de amar, la posibilidad de la ilusión, la inteligencia, la memoria, la esperanza, el gusto por la belleza. Y sobre todo, pensar qué humanidad resultaría y a la búsqueda de qué nuevo equilibrio habríamos de enfrentarnos para seguir viviendo con los dictados del tiempo actual. Podemos jugar a suponer qué habría sucedido si Mozart, pongamos, hubiera vivido 150 años, pero también si los hubiera vivido Stalin. Puede que el progreso de la humanidad se hubiera conseguido en una tercera parte del tiempo, o puede que hubieran sido necesarias todavía más guerras y más muertes violentas para mantener el equilibrio del planeta; quién sabe. Es muy posible que la astuta señora se hubiera tomado su venganza. Casi mejor, déjennos con nuestro tiempo marcado por el reloj de siempre.
Alargar la vida es el sueño eterno del hombre, aunque sabemos que no es más que aplazar un poco el pitido final del tiempo de juego. La muerte encierra en su propia palabra todo lo que tememos, pero también el hecho más natural, más cotidiano y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento. Si lográsemos tener siempre presente su carácter necesario, seguramente no disminuiría nuestra rebeldía ante ella, pero quizá nos ayudaría a tener una mayor dosis de resignación. Todo lo que es naturalmente necesario lo es siempre en función de nuestra propia esencia, sencillamente porque, si no, no existiríamos. La muerte no es más que un eslabón indispensable para la vida. Y sin embargo, nadie nos ha enseñado a librarnos de su temor. Bueno, sí: los filósofos, aunque sin mucho éxito. Algunos, como Epicuro, le negaron hasta el poder de atemorizarnos.
El tiempo, que siempre es generoso en sus dádivas, nos añade cada poco una nueva dimensión: la de convencernos de que todo viaje tiene un final, la de entender que es la obligada contribución por el hecho de haber vivido, la de acercarnos a ella con la mirada resignada y el alma cargada con mucha, con alguna o con ninguna esperanza en el otro lado, que eso allá cada cual, y la de tratar de dejar aquí el mejor recuerdo que podamos. Más no nos es posible, ni ahora ni dentro de ciento cincuenta años.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Un buen país

No parece que nos demos cuenta, pero lo cierto es que vivimos en un país estupendo. Solo a veces, cuando salimos por ahí a conocer otros lugares, y más si son de ámbitos diferentes al nuestro, llegamos a la conclusión de que en España, en general, se vive bien. Un país de clima soleado, de enorme variedad paisajística en sus costas y sus montañas, con un inmenso patrimonio artístico e histórico, de gentes amables y solidarias, con unas ciudades limpias y cuidadas y con grandes ofertas lúdicas y culturales. Un país con una buena cobertura sanitaria y educativa y unas infraestructuras viarias de primer nivel, festivo en sus manifestaciones y rico en productos para alegrar el paladar. Un país moderno y garantista en sus leyes, en el que se vive en libertad y seguridad, que atrae cada año a setenta millones de personas que ven en él el lugar ideal para el disfrute. Un país con un carácter propio, una personalidad inconfundible, un fuerte sentido de la familia y un concepto de la vida muy atractivo para otros.
Un país con problemas, ya lo creo, pero con un futuro entre el pequeño grupo de privilegiados que aúnan libertad y progreso económico. Los problemas tienen sus categorías, aunque al afligir de cerca puedan parecer exclusivos e insalvables. Ni la corrupción lo es ni las secuelas del temporal económico. Tampoco es exclusiva la crisis de valores, ni insalvable el desafío sedicioso de unos enfebrecidos libertadores. Lo que sí tenemos como un pecado original, sin redención hasta ahora, es una tendencia compulsiva a la autoflagelación como sociedad. Lo moderno siempre es hablar despectivamente de nosotros mismos, despreciar nuestros propios símbolos, soltar como una coletilla eso de que España es un desastre. Lo comentaba un amigo extranjero que nos conoce bien: "Oigo una conversación entre amigos españoles y casi siempre termina derivando en tremendas críticas a su propio país. No sé porque siempre estáis con la idea de que en España todo está mal. Eso podrían pensarlo vuestros abuelos, pero ahora no tiene sentido". Lo mismo pasa en los medios. Hay alguna cadena de televisión que parece incapaz de decir una sola buena noticia sobre España; es como si hubiera hecho voto perpetuo de masoquismo identitario, y, claro, eso, en una masa acrítica, termina creando opinión; según las encuestas, somos el único país de Europa que se valora a sí mismo por debajo de como lo valoran los demás países. A Unamuno le crispaba esa actitud y proponía un remedio contra ella: "Os lo he dicho cien veces y os lo diré otras cien mil más: cuando oigáis a un español quejarse de las cosas de su patria no le hagáis mucho caso. Siempre exagera; la mayor parte de las veces miente. Por un atavismo mendicante busca ser compadecido y no sabe que es desdeñado".
Cabría esperar que la nueva hornada de políticos jóvenes que ha surgido, nacidos ya cuando las vacas gordas, trajeran una mirada más positiva de España. Pero no, al contrario, su estrategia consiste en hacernos ver que vivimos en un país desgraciado y en una situación desoladora de la que solo su genio puede rescatarnos. Ellos, que se lo encontraron todo hecho, que no saben lo que es enfrentarse de verdad a un problema, vienen ahora a dar una patada al tablero para empezar de nuevo. Por supuesto, nunca se les oirá una sola palabra ensalzando algo de nuestro país. Sí, mejor no hacerles caso.

miércoles, 24 de mayo de 2017

El tiempo de mañana

El aprendizaje más doloroso al que nos condena la vida es el de comprobar la aceleración del tiempo en su acción sobre todo lo que constituye lo que somos. Esta generación está consiguiendo que el discurrir del tiempo haya dejado su cadencia natural para seguir la que nosotros queramos que siga. Por supuesto, el ritmo del paso del tiempo es una percepción humana; lo marcamos nosotros según el número de sucesos con que lo llenemos, es decir del conocimiento que tengamos de ellos. En esta época de acceso gratuito y global a la contemplación de la actualidad, la cascada continua de información que nos inunda a cada minuto nos solapa las emociones y apenas nos permite generar recuerdos. Los momentos cada vez son más breves y se suceden con más rapidez. Antes solo los viejos podían establecer comparaciones porque tenían detrás un largo tiempo más o menos estable; ahora hasta los más jóvenes tienen ya referencias para comparar su momento actual. El tiempo de ayer ya no es de ayer, sino de esta misma mañana. El tren circula cada vez a mayor velocidad sin que sea posible contemplar el paisaje.
No se trata de hacer un ejercicio de melancolía, que tampoco sería mala autodefensa, sino de buscar explicarnos a nosotros mismos el extraño tiempo en que nos ha tocado vivir. Un cronista del futuro quizá se encuentre en dificultades para dar un nombre adecuado a esta etapa de transición acelerada hacia un modelo del que apenas podemos intuir algo, y lo poco que intuimos no parece muy apetecible para nuestra condición de seres pensantes. Seguramente hable, desde la clarividencia que da contemplar la escena desde la distancia, de una época en la que alguna conjunción de fuerzas invisibles, bien organizadas, se empeñó en disminuir, en incluso anular, la capacidad de pensamiento individual. La gran red global en la que el mundo está enredado sin escapatoria, está sirviendo a unos propósitos de dominio por parte de grandes grupos de poder que pretenden imponer un nuevo orden mundial. Se trata de aceptar un pensamiento único, de conseguir que se considere equivocada cualquier conclusión derivada de un raciocinio personal, de crear un estado de opinión general en el que se anule al que no acepte los nuevos valores establecidos. La única verdad viene dictada desde una especie de pentecostés que todo lo domina con sus lenguas de fuego, a las que nadie puede poner nombre. Es llamativa, por ejemplo, la idolatría que el sistema educativo tiene por las matemáticas y afines, como si en la vida real nos fuésemos a encontrar cada día con dos o tres polinomios que sumar; incluso esos sedicentes orientadores que tienen los institutos tienden a pintarle al alumno el bachillerato humanístico como algo sin salida y sin apenas futuro en el mundo actual; poco menos que una pérdida de tiempo.
Evitar el pensamiento y el análisis crítico, debilitar la capacidad de argumentación, es decir, todo lo que aportan las humanidades, ese parece el destino de nuestros jóvenes. Con las ciencias exactas la mente no se ejercita en la dialéctica; sus postulados no admiten discusión porque no trabajan con ideas. Es en las humanidades donde se puede tratar de buscar un sentido a la vida. Por eso hay que proscribirlas.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Falta de explicaciones

Cualquier acción política, y más si es de carácter ejecutivo, debería acompañarse de una cierta labor pedagógica que la explique, la justifique y la haga aceptable por los ciudadanos, que son los que van a vivir sus consecuencias. Si se entienden los motivos siempre será más asumible cualquier norma, por dura que sea; si se exponen las razones puede que hasta encontremos en ella un fondo de lógica, por extraña que nos haya parecido. Explicar no es adoctrinar, como parecen entender los gobiernos, temerosos de ser tachados de imponer su ideología. Buena parte de la crítica continua hacia la clase política y de la insatisfacción generalizada ante ciertos aspectos del sistema que nos rige viene de esa ausencia de explicaciones de determinadas decisiones. Porque hay que ver que algunas son extrañas.
Alguien ha decidido, por ejemplo, que a partir de ahora no sea necesario aprobar la enseñanza primaria para comenzar el bachillerato; que se puede acceder con dos asignaturas suspendidas. No se han explicado las razones por las que se tomó esta decisión, de modo que cada uno puede interpretarla según sus propias conclusiones: premiar la vagancia, desincentivar el interés por el estudio, despreciar el valor del esfuerzo, renunciar a la excelencia, desmotivar al buen estudiante. Pero no, no es posible creer que se haya pretendido eso. Puede que muchos de nuestros políticos no den muestras de ser unas luminarias, pero resulta difícil admitir que fuese ese su propósito. Seguramente tendrá fines más nobles: acaso hacer aflorar pronto las cualidades de cada estudiante, o quizá eliminar obstáculos para facilitar el desarrollo de los estudios vocacionales allanando el camino a quienes tengan bien delimitada su inclinación académica. Puede ser, pero las intenciones ocultas no son fuerzas vivas que aporten claridad; lo que hacen es dar apariencia de capricho a cualquier decisión, por correcta que sea.
Estamos rodeados de misterios que sin duda tienen respuesta, porque son artificiales, pero que permanecen para la mayoría en el campo de lo incomprensible porque nadie tiene a bien enseñar al que no sabe. Y no son solo cuestiones referidas al esotérico mundo de la política. Cuántas veces nos hemos quedado perplejos ante sentencias judiciales que no alcanzamos a comprender. En nuestra simpleza nos preguntamos, por ejemplo, cómo es posible que en la lucha contra la corrupción a unos los metan en la cárcel inmediatamente y otros lleven años con sus trapicheos familiares en total libertad y hasta con un toque de jactancia. O que un tipo con no sé cuantas detenciones encima siguiera en la calle; para su desgracia, otros como él decidieron aplicarle su particular justicia.
Gobernar bien es convencer; es procurar el modo de hacer partícipes a los ciudadanos de lo que se decide para todos. Sin duda detrás de cada disposición que se toma se encuentran sólidos argumentos que la apoyan, pero dígnense explicarlos para que no sintamos ese desamparo de vivir bajo unas decisiones que nos pueden parecer absurdas. Lo que se entiende se respeta; es lo incomprensible lo que nos incita a rebelarnos.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Primavera en el bosque

Bosque otra vez reverdecido, sembrado de las ilusiones que van asomando, bosque sabio de tantas primaveras. El símbolo, hoja con ternura de recién nacida y brote primerizo de tantas metáforas que alientan nuestra pobreza expresiva, lo ha inundado todo, se ha hecho con el aire y la tierra y, sin embargo, qué luz es capaz de dar la buena predisposición de ánimo para que todo parezca más luminoso. Está tibio el aire, dormida la tierra y dormido el olor de los espinos. Hay una carretera en la ladera lejana, pero hasta aquí sólo me llega su silencio. Está tragándose sus propios ruidos, allá ella; si no me lanza más que su imagen muda no habrá por qué odiarla. Sé que este seno es eterno y ha cobijado pensamientos diversos y que incluso algunos de ellos se han atrevido a materializarse en ideas y formas que sólo a la cultivada mente del hombre pueden interesar. Pero hoy no quiero ser una mente cultivada, no quiero, y me siento en el musgo y dejo que la humedad fije la realidad de mis divagaciones.
El sol forma claros como pequeños templos atravesados por rayos de luz que penetraran por cientos de ventanas. Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.
También el sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. No hay sendero menos libre para elegir su apariencia. Me llega ahora un perfume de helechos como un recuerdo de infancia, amable y complaciente el bosque con los que renuncian a ser ambiciosos, porque al ambicioso que se apoderó de los sencillos corazones de su pueblo para emplearlos en su propio provecho no le será permitido oler el aroma de los helechos, sino el hedor de las cárceles que creó. Tampoco a la sombra cobarde que aprovecha la oscuridad para romper la esperanza de cuerpos apenas iniciados o la vida de alguien que ama y es amado, le será dado oler más que la putrefacción de sus propias entrañas. A los que el hambre mata o la enfermedad desconsuela, sí. A esos puede que sí.
Así me parece en esta mañana de primavera recién iniciada, en la que el aire de algún confuso propósito me ha traído hasta el claro de un bosque, en el que, de vez en cuando, pasa revoloteando una mariposa blanca. Ya se ha cubierto el suelo de flores y pronto aparecerán las fresas silvestres y ardillas temerosas en las ramas; en el canto de los pájaros hay un trino recién estrenado que tiene algo de presentación. Siento ganas de internarme por la hojarasca, pero me quedo donde estoy, a cuestas con una extraña mezcla de bienestar y desasosiego. Han brotado las hojas, pero los rayos de sol siguen con su poder de siempre, indiferentes a sus efectos, sin saber de las turbulencias que pueden crear en los ánimos inquietos. A lo mejor, la ansiada explicación universal comienza en aquel silencio de colores.

miércoles, 3 de mayo de 2017

El club de los políticos originales

No se acaba nunca el tiempo de los políticos originales, a medio camino entre salvapatrias y elegidos. No hay forma de que se agoten en su propia esterilidad, porque siempre surgen otros nuevos con ímpetu parecido. Los políticos originales tienen a gala adueñarse de la ultramodernidad y andar siempre dos años luz por delante del resto de los vulgares mortales, ufanos ellos, asombrados de sus propias ideas, cuyo excelso brillo no les permite ver que la ultramodernidad suele ser un atajo de regreso hacia la caverna. En este país nuestro, tan viejo y tan de vuelta de todo, se dejan ver a menudo, especialmente cuando no sienten una posibilidad cercana de conseguir sus planes, como si dedicaran todo su esfuerzo a demostrar aquello de la vaca, que cuando no tiene que hacer espanta moscas con el rabo. Más que partidarios de la política como servicio al bien común, lo son de la política-espectáculo. Su originalidad suele rozar con lo grotesco, y su pretendida llamada de atención a la sociedad termina invariablemente en un silencio de indiferencia.
Quizá nos habíamos acostumbrado a años de cierta normalidad, pero el caso es que de pronto parecen haberse cruzado no sé qué líneas del devenir y por todas partes aparecen a la vez tipos originales que preludian otro horizonte. Algunos, como el coreano, dan miedo; otros, como Trump o los populistas europeos, inquietud; otros, como los del enredo británico, curiosidad; y otros, como Maduro, risa por él y pena por quienes lo sufren. El abanico es amplio, y los aderezos con que se adornan, comunes: verdades y mentiras a medias, promesas que halagan cualquier oído, sofismas, demagogia, populismo.
Los hay también algo más vulgares, como si la imaginación del autor no fuera precisamente un potro desbocado. Aquí hay uno, por ejemplo, que anda por ahí con un autobús pintado con caras de gentes que no le gustan, exhibiéndolas como el trofeo de algún lance justiciero; en realidad, este es el partido de las actuaciones originales, según puede verse en su curriculum, y eso que no es muy largo. Hay también por ahí una chica, representante de uno de esos partidillos al que nuestro sistema proporcional le da una representatividad desproporcionada, que predica que tener hijos en pareja origina una lógica perversa y que su crianza ha de ser cosa de la tribu. Y luego están los que pretenden romper lo que ha estado unido desde que tenemos conciencia de habitar esta península y que nos hacen pensar que si España tuviera la suerte de no tener partidos nacionalistas sería realmente un espléndido país, más aun de lo que es. Tiene problemas que resolver, entre ellos el de limpiar muchos despachos, pero sí, sería un gran país. Cuenta con todas las circunstancias para ello: no tiene ningún conflicto grave que la agobie, ha alcanzado una esperanzadora situación económica, le ampara un magnífico pasado cultural y artístico, y sus gentes han evolucionado con naturalidad y sin traumas hacia ideas y prácticas nuevas de libertad y tolerancia. Pero le han brotado en algunos rincones de su casa los enanos de la división, esos que se sienten más importantes siendo cabeza de ratón que parte del león, y ahí están, con su eterno victimismo, sus tergiversaciones históricas y su odio enfermizo hacia todo lo español. Esa es su originalidad.

miércoles, 26 de abril de 2017

Mezclar y confundir

Qué tendrá el concepto de educación y el modo de diseñar el sistema educativo que resulta imposible encontrar uno que concite la aprobación de todos y, sobre todo, que se aproxime lo más que pueda a una formación integral de nuestros jóvenes. Pasan años y leyes, reformas y contrarreformas, normas provisionales y decretos definitivos que duran hasta el fin de ese curso, y así casi medio siglo, sin que valgan regímenes, gobiernos ni signos políticos. De esta larga historia de búsqueda la única conclusión que cabe sacar es la de que aún seguimos en ella. Y otra más, derivada de esta: la de que algunos recovecos de la Administración donde se toman las decisiones sobre educación parecen haber sido creados para ser una fábrica de ocurrencias. Recuerden aquel ministro que decretó que el curso escolar debía coincidir con el año natural, o sea, comenzar en enero y acabar en diciembre; o aquello de las nuevas matemáticas, con los conjuntos y disjuntos, que volvió locos a los niños de la época; o ese baile continuo de nombres para denominar las asignaturas de siempre, y tantas otras, con las que quizá alguien escriba algún día otra antología del disparate, pero esta vez no precisamente de los alumnos.
La historia continúa; se ve que la educación se considera un campo apropiado para iniciativas ingeniosas. En algún despacho consejeril, o acaso ministerial, alguien ha decidido que nuestros niños, al menos en algunos colegios públicos, han de estudiar las ciencias naturales en inglés; que saber en esa lengua, por ejemplo, las partes de la flor, es sumamente útil. Pregunten a un alumno de primaria si estudia ciencias y les dirá que no, que él estudia "sayens", y luego seguramente les mirará con cara de no hablemos de eso. Ya que las ciencias le resultan de por sí difíciles de comprender, si las tiene que estudiar en inglés se le vuelven imposibles. Y el niño se desorienta, se desespera, duda de sí mismo y termina odiando a las ciencias y al inglés. Y desde luego no aprende ni una cosa ni otra. Si anidara en él algún germen de vocación científica con posibilidad de aflorar, quedaría muerto de raíz. ¿En qué brillante cerebro se gestó esta ocurrencia? Seguramente en uno gemelo del que creyó necesario que en algunos grupos la enseñanza secundaria se estudie la Historia, incluida la de España, también en inglés. Salvemos la intención, que siempre tiene salvación, pero poco más. ¿Se imaginan a los alumnos de un colegio inglés estudiando la Historia de Inglaterra en español? Es impensable. Respetan demasiado a su historia y a su lengua.
La absurda anglolatría que nos inunda se extiende por todos los ámbitos, hasta llegar a sustituir al español en las aulas. Poca imaginación y mucho desdén por las ciencias y la historia demuestran en algunos altos despachos. El aprendizaje del inglés tiene otros caminos que no deben interferir en el estudio de las demás materias, y menos en esa edad temprana en que se quedan fijadas para siempre las fobias y las fuentes gozosas del saber. Podemos convertir a nuestros niños en letraheridos, y no, no es pedantería, es que no tengo otra palabra; heridos por aquello que debería ser para ellos una fuente de placer y la puerta hacia el conocimiento: el estudio.

miércoles, 19 de abril de 2017

En un rincón de Castilla

A las soledades de estos campos burgaleses de transición hacia el Duero apenas llegan los flecos de ninguna estampida masiva de puentes festivos. Estas son tierras de monasterios y ermitas, de recogimiento y de romances, también de caballeros y leyendas guerreras. Dejado atrás Silos, el visitante puede perderse por carreteras solitarias entre sotos de chopos y campos de cereal hasta ver, por ejemplo, la espadaña y el torreón de Caleruega.
Caleruega es un pequeño pueblecito situado entre la Ribera del Duero y la sierra, que no tendría nada de particular si no fuera porque guarda la memoria de una de las figuras que más habrían de influir en el modo de acción de la Iglesia: Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, los dominicos. Domingo nació aquí en 1170 y, tras una completa formación y muchas experiencias, vio la necesidad de fundar una nueva Orden basada en premisas distintas de las que regían hasta entonces: estudio, vida mendicante y participación en la sociedad, lejos de la reclusión monástica. Tras su muerte se levantó aquí una pequeña capilla, que luego se convirtió en iglesia. Extrañamente, Caleruega queda sumida durante siglos en la insignificancia, sin más presencia dominicana que la modesta comunidad de monjas del pequeño convento. Hubo que esperar hasta 1952 para que la cuna del fundador alcanzara la dignidad que merecía. El impulso vino de un asturiano, Manuel Suárez, maestro general de la Orden, quien decidió convertir el sitio en el primer lugar dominicano.
El conjunto destaca poderosamente sobre el humilde caserío del pueblo. El edificio del convento tiene aspecto de fortaleza, realzado a propósito por las torres circulares de las esquinas, que rodean el macizo torreón de los Guzmanes. En la cripta de la iglesia se encuentra una capilla con mosaicos de temas alusivos al santo, como sus nueve modos de orar. A un lado, el imponente sepulcro del padre Suárez, muerto en accidente de tráfico en 1954. En el centro, el pozo abierto en el mismo lugar en que, según la tradición, nació el fundador. Hay en el brocal unos vasos para quien quiera beber su agua, pero el fraile que enseña la cripta a un grupo que está alojado en la hospedería del convento, explica que no se trata de ninguna agua milagrosa y que no hagan caso de leyendas, porque es la misma que sale por el grifo de sus habitaciones. Estilo O.P. Veritas, como lema.
Fuera, en la pequeña placita, el pueblo recuerda a su hijo con una sencilla estatua. Y más allá, la inmensa llanura solitaria que, más que dispersar, concentra, como concentra siempre la presencia de toda inmensidad. Caleruega es la cuna de uno de los grandes santos de la Iglesia y, sin embargo, nunca ha sido lugar de mitificación, ni meta de peregrinaciones masivas, ni señuelo milagrero. Tampoco ha hecho nada por ello. Aquí la austeridad castellana se ha dejado sentir también en el modo de fijar su presencia ante el mundo. Nada que ver, por ejemplo, con Asís o Loyola, por citar sólo dos lugares de parecida significación.
Antes de abandonar Caleruega, este viajero se acerca de nuevo al convento de las monjas a comprar una caja de sus riquísimas delicias gastronómicas. Le atiende una hermana de ojos claros y sonrisa más dulce que las pastas que prepara.