miércoles, 7 de junio de 2017

Una vida más larga

Si tienen razón los profetas de la ciencia, los afortunados niños que vengan a este exclusivo valle de lágrimas a partir de la próxima década tendrán la posibilidad de permanecer en él hasta los 120 años; al menos eso afirma un experto en genética. Por lo visto, cada vez es más factible poder manipular los mecanismos que determinan el envejecimiento de las células. Así, por ejemplo, añade el experto, los que vengan al mundo en el 2040 no tendrán problema en superar el siglo y medio. Vamos, que los que anden por aquí dentro de cien años van a tener que sacar número para poner los dos pies en el suelo. Es ciencia, y a ver quién puede negarle el derecho a seguir adelante, pero uno no tiene nada claro que las victorias parciales obtenidas sobre la muerte, sobre todo las de tan gran alcance, no lleven consigo un enorme precio a pagar. Habría que ver cómo sería esa vida. Habría que ver si las cualidades internas, las del espíritu, seguirían un desarrollo consecuente y paralelo al de lo físico. Si se mantendrían la capacidad de amar, la posibilidad de la ilusión, la inteligencia, la memoria, la esperanza, el gusto por la belleza. Y sobre todo, pensar qué humanidad resultaría y a la búsqueda de qué nuevo equilibrio habríamos de enfrentarnos para seguir viviendo con los dictados del tiempo actual. Podemos jugar a suponer qué habría sucedido si Mozart, pongamos, hubiera vivido 150 años, pero también si los hubiera vivido Stalin. Puede que el progreso de la humanidad se hubiera conseguido en una tercera parte del tiempo, o puede que hubieran sido necesarias todavía más guerras y más muertes violentas para mantener el equilibrio del planeta; quién sabe. Es muy posible que la astuta señora se hubiera tomado su venganza. Casi mejor, déjennos con nuestro tiempo marcado por el reloj de siempre.
Alargar la vida es el sueño eterno del hombre, aunque sabemos que no es más que aplazar un poco el pitido final del tiempo de juego. La muerte encierra en su propia palabra todo lo que tememos, pero también el hecho más natural, más cotidiano y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento. Si lográsemos tener siempre presente su carácter necesario, seguramente no disminuiría nuestra rebeldía ante ella, pero quizá nos ayudaría a tener una mayor dosis de resignación. Todo lo que es naturalmente necesario lo es siempre en función de nuestra propia esencia, sencillamente porque, si no, no existiríamos. La muerte no es más que un eslabón indispensable para la vida. Y sin embargo, nadie nos ha enseñado a librarnos de su temor. Bueno, sí: los filósofos, aunque sin mucho éxito. Algunos, como Epicuro, le negaron hasta el poder de atemorizarnos.
El tiempo, que siempre es generoso en sus dádivas, nos añade cada poco una nueva dimensión: la de convencernos de que todo viaje tiene un final, la de entender que es la obligada contribución por el hecho de haber vivido, la de acercarnos a ella con la mirada resignada y el alma cargada con mucha, con alguna o con ninguna esperanza en el otro lado, que eso allá cada cual, y la de tratar de dejar aquí el mejor recuerdo que podamos. Más no nos es posible, ni ahora ni dentro de ciento cincuenta años.

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