miércoles, 24 de mayo de 2017

El tiempo de mañana

El aprendizaje más doloroso al que nos condena la vida es el de comprobar la aceleración del tiempo en su acción sobre todo lo que constituye lo que somos. Esta generación está consiguiendo que el discurrir del tiempo haya dejado su cadencia natural para seguir la que nosotros queramos que siga. Por supuesto, el ritmo del paso del tiempo es una percepción humana; lo marcamos nosotros según el número de sucesos con que lo llenemos, es decir del conocimiento que tengamos de ellos. En esta época de acceso gratuito y global a la contemplación de la actualidad, la cascada continua de información que nos inunda a cada minuto nos solapa las emociones y apenas nos permite generar recuerdos. Los momentos cada vez son más breves y se suceden con más rapidez. Antes solo los viejos podían establecer comparaciones porque tenían detrás un largo tiempo más o menos estable; ahora hasta los más jóvenes tienen ya referencias para comparar su momento actual. El tiempo de ayer ya no es de ayer, sino de esta misma mañana. El tren circula cada vez a mayor velocidad sin que sea posible contemplar el paisaje.
No se trata de hacer un ejercicio de melancolía, que tampoco sería mala autodefensa, sino de buscar explicarnos a nosotros mismos el extraño tiempo en que nos ha tocado vivir. Un cronista del futuro quizá se encuentre en dificultades para dar un nombre adecuado a esta etapa de transición acelerada hacia un modelo del que apenas podemos intuir algo, y lo poco que intuimos no parece muy apetecible para nuestra condición de seres pensantes. Seguramente hable, desde la clarividencia que da contemplar la escena desde la distancia, de una época en la que alguna conjunción de fuerzas invisibles, bien organizadas, se empeñó en disminuir, en incluso anular, la capacidad de pensamiento individual. La gran red global en la que el mundo está enredado sin escapatoria, está sirviendo a unos propósitos de dominio por parte de grandes grupos de poder que pretenden imponer un nuevo orden mundial. Se trata de aceptar un pensamiento único, de conseguir que se considere equivocada cualquier conclusión derivada de un raciocinio personal, de crear un estado de opinión general en el que se anule al que no acepte los nuevos valores establecidos. La única verdad viene dictada desde una especie de pentecostés que todo lo domina con sus lenguas de fuego, a las que nadie puede poner nombre. Es llamativa, por ejemplo, la idolatría que el sistema educativo tiene por las matemáticas y afines, como si en la vida real nos fuésemos a encontrar cada día con dos o tres polinomios que sumar; incluso esos sedicentes orientadores que tienen los institutos tienden a pintarle al alumno el bachillerato humanístico como algo sin salida y sin apenas futuro en el mundo actual; poco menos que una pérdida de tiempo.
Evitar el pensamiento y el análisis crítico, debilitar la capacidad de argumentación, es decir, todo lo que aportan las humanidades, ese parece el destino de nuestros jóvenes. Con las ciencias exactas la mente no se ejercita en la dialéctica; sus postulados no admiten discusión porque no trabajan con ideas. Es en las humanidades donde se puede tratar de buscar un sentido a la vida. Por eso hay que proscribirlas.

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