miércoles, 19 de abril de 2017

En un rincón de Castilla

A las soledades de estos campos burgaleses de transición hacia el Duero apenas llegan los flecos de ninguna estampida masiva de puentes festivos. Estas son tierras de monasterios y ermitas, de recogimiento y de romances, también de caballeros y leyendas guerreras. Dejado atrás Silos, el visitante puede perderse por carreteras solitarias entre sotos de chopos y campos de cereal hasta ver, por ejemplo, la espadaña y el torreón de Caleruega.
Caleruega es un pequeño pueblecito situado entre la Ribera del Duero y la sierra, que no tendría nada de particular si no fuera porque guarda la memoria de una de las figuras que más habrían de influir en el modo de acción de la Iglesia: Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, los dominicos. Domingo nació aquí en 1170 y, tras una completa formación y muchas experiencias, vio la necesidad de fundar una nueva Orden basada en premisas distintas de las que regían hasta entonces: estudio, vida mendicante y participación en la sociedad, lejos de la reclusión monástica. Tras su muerte se levantó aquí una pequeña capilla, que luego se convirtió en iglesia. Extrañamente, Caleruega queda sumida durante siglos en la insignificancia, sin más presencia dominicana que la modesta comunidad de monjas del pequeño convento. Hubo que esperar hasta 1952 para que la cuna del fundador alcanzara la dignidad que merecía. El impulso vino de un asturiano, Manuel Suárez, maestro general de la Orden, quien decidió convertir el sitio en el primer lugar dominicano.
El conjunto destaca poderosamente sobre el humilde caserío del pueblo. El edificio del convento tiene aspecto de fortaleza, realzado a propósito por las torres circulares de las esquinas, que rodean el macizo torreón de los Guzmanes. En la cripta de la iglesia se encuentra una capilla con mosaicos de temas alusivos al santo, como sus nueve modos de orar. A un lado, el imponente sepulcro del padre Suárez, muerto en accidente de tráfico en 1954. En el centro, el pozo abierto en el mismo lugar en que, según la tradición, nació el fundador. Hay en el brocal unos vasos para quien quiera beber su agua, pero el fraile que enseña la cripta a un grupo que está alojado en la hospedería del convento, explica que no se trata de ninguna agua milagrosa y que no hagan caso de leyendas, porque es la misma que sale por el grifo de sus habitaciones. Estilo O.P. Veritas, como lema.
Fuera, en la pequeña placita, el pueblo recuerda a su hijo con una sencilla estatua. Y más allá, la inmensa llanura solitaria que, más que dispersar, concentra, como concentra siempre la presencia de toda inmensidad. Caleruega es la cuna de uno de los grandes santos de la Iglesia y, sin embargo, nunca ha sido lugar de mitificación, ni meta de peregrinaciones masivas, ni señuelo milagrero. Tampoco ha hecho nada por ello. Aquí la austeridad castellana se ha dejado sentir también en el modo de fijar su presencia ante el mundo. Nada que ver, por ejemplo, con Asís o Loyola, por citar sólo dos lugares de parecida significación.
Antes de abandonar Caleruega, este viajero se acerca de nuevo al convento de las monjas a comprar una caja de sus riquísimas delicias gastronómicas. Le atiende una hermana de ojos claros y sonrisa más dulce que las pastas que prepara.

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