miércoles, 26 de abril de 2017

Mezclar y confundir

Qué tendrá el concepto de educación y el modo de diseñar el sistema educativo que resulta imposible encontrar uno que concite la aprobación de todos y, sobre todo, que se aproxime lo más que pueda a una formación integral de nuestros jóvenes. Pasan años y leyes, reformas y contrarreformas, normas provisionales y decretos definitivos que duran hasta el fin de ese curso, y así casi medio siglo, sin que valgan regímenes, gobiernos ni signos políticos. De esta larga historia de búsqueda la única conclusión que cabe sacar es la de que aún seguimos en ella. Y otra más, derivada de esta: la de que algunos recovecos de la Administración donde se toman las decisiones sobre educación parecen haber sido creados para ser una fábrica de ocurrencias. Recuerden aquel ministro que decretó que el curso escolar debía coincidir con el año natural, o sea, comenzar en enero y acabar en diciembre; o aquello de las nuevas matemáticas, con los conjuntos y disjuntos, que volvió locos a los niños de la época; o ese baile continuo de nombres para denominar las asignaturas de siempre, y tantas otras, con las que quizá alguien escriba algún día otra antología del disparate, pero esta vez no precisamente de los alumnos.
La historia continúa; se ve que la educación se considera un campo apropiado para iniciativas ingeniosas. En algún despacho consejeril, o acaso ministerial, alguien ha decidido que nuestros niños, al menos en algunos colegios públicos, han de estudiar las ciencias naturales en inglés; que saber en esa lengua, por ejemplo, las partes de la flor, es sumamente útil. Pregunten a un alumno de primaria si estudia ciencias y les dirá que no, que él estudia "sayens", y luego seguramente les mirará con cara de no hablemos de eso. Ya que las ciencias le resultan de por sí difíciles de comprender, si las tiene que estudiar en inglés se le vuelven imposibles. Y el niño se desorienta, se desespera, duda de sí mismo y termina odiando a las ciencias y al inglés. Y desde luego no aprende ni una cosa ni otra. Si anidara en él algún germen de vocación científica con posibilidad de aflorar, quedaría muerto de raíz. ¿En qué brillante cerebro se gestó esta ocurrencia? Seguramente en uno gemelo del que creyó necesario que en algunos grupos la enseñanza secundaria se estudie la Historia, incluida la de España, también en inglés. Salvemos la intención, que siempre tiene salvación, pero poco más. ¿Se imaginan a los alumnos de un colegio inglés estudiando la Historia de Inglaterra en español? Es impensable. Respetan demasiado a su historia y a su lengua.
La absurda anglolatría que nos inunda se extiende por todos los ámbitos, hasta llegar a sustituir al español en las aulas. Poca imaginación y mucho desdén por las ciencias y la historia demuestran en algunos altos despachos. El aprendizaje del inglés tiene otros caminos que no deben interferir en el estudio de las demás materias, y menos en esa edad temprana en que se quedan fijadas para siempre las fobias y las fuentes gozosas del saber. Podemos convertir a nuestros niños en letraheridos, y no, no es pedantería, es que no tengo otra palabra; heridos por aquello que debería ser para ellos una fuente de placer y la puerta hacia el conocimiento: el estudio.

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