miércoles, 4 de marzo de 2009

El maltratado concepto de cultura

No debe de haber palabra más manoseada, confundida y que más veces haya sido dicha en vano que la de cultura. Es cierto que no resulta fácil encerrar su significado en límites, pero este es uno de esos conceptos que se asientan por sí mismos en el entendimiento sin necesidad de definiciones sintácticas; un término, como el de amor o el de tiempo, que es más una idea que un conjunto de sílabas y que como idea se hace más inteligible que como palabra. Todos podemos convenir en que lo sentimos como algo que se aplica al perfeccionamiento de la mente y el espíritu del hombre, y en este sentido se diferencia de la civilización, la sabiduría o el talento. Aún iba más allá T.S.Eliot al afirmar que cultura es aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida; lo que justifica que otras generaciones, al contemplar los restos de una civilización extinguida, digan que a esa civilización le valió la pena vivir.
Sin embargo, el proceso de tremenda banalización que se ha apoderado de nuestro tiempo está minando también el concepto de cultura. Ahora se habla de la cultura del pelotazo, de la cultura gay, de cultura de la droga, de la cultura de la arruga, de la de lo feo, de la del cotilleo, y todo es cultura y no hay actividad ni parcela a la que no se haga llegar el manto protector del noble vocablo. De un sentido antropológico se le ha hecho descender a una caricatura de lo sociológico. Seguramente alguien, con más razón que los anteriores, comenzará a hablar pronto de la cultura de la incultura.
Relacionado con éste se halla el tema de la valoración cualitativa que merece cada manifestación cultural. La tendencia general de nuestro tiempo hacia el igualitarismo, aunque sólo en el ámbito de lo que no acarrea compromiso ni esfuerzo concreto, viene a establecer que todas las culturas y las lenguas son iguales, puesto que iguales son los hombres y las razas que las crearon. Pues no. Criterio igualitario no quiere decir criterio justo, y, en el caso de la cultura y las lenguas, a lo sumo podrían igualarse en estima, y eso siempre que se fuercen las cosas del sentimiento. No es lo mismo, se diga lo que se diga, una máscara africana que el Moisés de Miguel Ángel, ni un tam-tam bantú que la Quinta Sinfonía, ni el brebaje de un hechicero hotentote que un trasplante de corazón. Ni tampoco son iguales el español o el inglés que el bable, pongo por caso; el grado de instalación en la cultura universal de los dos primeros y del segundo es tan diferente que la única forma de no verlo es negándose a ello.
En esta larga empresa que es la andadura humana por este planeta ha habido aportaciones de muy diverso grado y alcance, si acaso todas dignas del mismo respeto, pero no de la misma consideración. Las actitudes de cierta progresía que otorgan el mismo valor a todas las manifestaciones culturales, conducen a una conclusión falsa, en la que la realidad se somete a un dictado conceptual preestablecido: el de la igualdad como idea suprema y aplicable a todos los ámbitos. O acaso haya algo aún de la ingenua presunción de simplicidad y coherencia que se atribuye a las culturas menos desarrolladas, según el viejo estereotipo russoniano.En comunidades pequeñas y con un peso cultural más bien limitado, esta tendencia suele encontrar buen abono por lo que tiene de redentora de la realidad que se posee. En estos casos, a falta de poder emplear la palabra calidad se sustituye por la de dignidad. Cualquier habla es tan digna como cualquier idioma, cualquier pieza artesanal campesina como cualquier obra de arte, cualquier cabaña autóctona como cualquier catedral. Dado que la dignidad es una condición noble donde las haya y que se mueve en el ámbito de la virtud, sin afectar a la esencia cualitativa de las cosas, su aplicación no resulta discutible y además sirve para dar realce a lo que apenas lo tiene de otro modo. Pero que no se pretenda igualar enanos con gigantes ni penumbras con brillos, que no es posible. Porque, además, tampoco son sumables ni se consigue nada mediante su acumulación. Arthur Koestler, que sobre esto había pensado lo suyo, lo dijo con su habitual rotundidad: dos medias culturas no hacen una cultura, como dos medias verdades no hacen una verdad.

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