miércoles, 22 de julio de 2009

Luz de luna

La hemos cantado desde el principio de los tiempos, la hemos adorado como diosa y tenido como amiga buena de nuestras noches sin sueño, ha sido musa eterna de poetas y anhelo de enamorados, nos ha hecho preguntarnos qué misterio se oculta en su luz para que hasta el último rincón de nuestro ser se sienta alterado cuando se alza rotunda sobre nosotros, y ahora se cumplen ya cuarenta años que la hemos dejado sin hechizo. Ay, Luna, cuántas cosas. Cuántas miradas interrogantes, cuántos suspiros resignados, cuántas veces interpelada como compañera intemporal de nuestras vidas y testigo indiferente de nuestra muerte, tú, que no puedes comprenderla porque naciste muerta y no la conoces. Los poetas lo sintieron más que nadie: cuántas veces tratarás de buscarme en el mismo jardín y todo será inútil, te preguntaba Khayyam, y abandonó poco después el jardín sobre el que tú seguiste saliendo cada noche.
Está ahí al lado, a algo más de un segundo/luz, una distancia tan ridícula en el Universo que preferimos expresarla en kilómetros, y sin embargo es el viaje más largo que ha logrado hacer el hombre en toda su historia. Casi un viaje de familia, porque en definitiva no hizo más que visitar tierra de nuestra Tierra, un pedazo de nosotros que prefirió seguir su propio camino aun a costa de quedarse sin el azul del mar y sin la vida misma. Aquella noche de verano, cuarto creciente en el cielo y miradas de asombro contenido en todos los ojos, supimos de una vez para siempre que no mereces la pena, Luna, que la belleza exige distancia y que la sugerencia, sobre todo cuando se hace luz, siempre es más sugestiva que la realidad. Que la niña de ojos vivos que vierte fuego blanco había dejado de ser doncella para convertirse en un cadáver descarnado al que Shelley, otro poeta, jamás habría dedicado ese verso.
Quizá nunca la ciencia llegó tan lejos en su papel de romper hechizos, pero es eso, ciencia. Has sido utilizada como metáfora de nuestra capacidad para asomarnos al universo insondable, pero nada de eso importa al que te contempla alzándote en la noche sobre el bosque solitario, sobre todo si lleva cogida una mano querida. Ni al mar que se mueve cada día a tu capricho, ni a la planta que germina bajo tu influencia. Seguirás siendo para nosotros tan inalcanzable como siempre, brillo de toros enamorados y palidez de pinceles imposibles, y te seguiremos teniendo como esa pequeña compañera que hace que no nos sintamos tan solos en la inmensidad que nos rodea. Las compañías cercanas, por humildes que sean, siempre habrán de ser mucho más importantes que las magnificencias lejanas. Antares podría apagarse y ningún poeta la echaría de menos. Lo que les duele a los poetas es perder para siempre la belleza comprensible. Morir sin poder llevársela consigo. Que he de bajar yo solo hacia el abismo, y que la luna brillará lo mismo, y que yo no la veré desde mi caja; ese era el lamento de un poeta melancólico. Luna, poca cosa, y símbolo a la vez de nuestra poquedad. Un poeta más te contempló una noche y fue consciente de lo que era: el reflejo de la luna sobre el agua en el cuenco de una mano; eso he sido en el mundo.

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