miércoles, 7 de enero de 2009

Retrato de un hombre

Fue para casi todos un hombre cualquiera, aunque no desde luego para el que esto escribe. Jamás originó titulares ni le iluminaron los focos de ningún tinglado televisivo, quizá porque las luces artificiales sólo saben alumbrar la superficie de la realidad, y sin embargo toda su vida puede muy bien considerarse como el símbolo anónimo de eso que alguien llamó la generación perdida, aunque fue más bien una generación partida. Le tocó vivir casi todo el siglo XX de principio a fin, un tiempo capaz de herir a sus hijos como pocos.
Era un idealista puro, de los que sienten mejor que comprenden y para los que el dinero o los bienes materiales son objetos que por lo visto son necesarios, y nada más. Un optimista sin causa; un filósofo de lo cotidiano; un empedernido soñador. A él le habría gustado ser geógrafo, pero de los románticos, de aquellos que medían meridianos a través de selvas y desiertos o discutían sobre las fuentes de los ríos recién descubiertos. A cambio le convirtieron en soldado de una guerra que nunca entendió. Le tocó combatir en los dos bandos, pasó hambre, miseria y miedo, vio morir a muchos de sus compañeros, pero salió indemne de cuerpo, aunque vacunado aún más que antes contra la política. Luego, la amarga posguerra, la dura realidad ahora mil veces empeorada, la difícil lucha por la supervivencia en un país destrozado y con una economía de racionamiento. Cuando se le preguntaba por ello, lo contaba con aquella indiferencia libre de salidas hiperbólicas o excesivamente sentimentales en la que siempre se mantuvo para hablar de sí mismo, pero a quienes le conocían bien les era fácil notar cómo, mezclado con ello, había ido aflorando un leve matiz de escepticismo.
-Eso es inherente a la vejez. La sabiduría gratuita de la vida; el máximo punto al que se nos permite llegar.
Como tantos otros, tuvo que ver cómo se apropiaron de los mejores años de su vida, esos que se alimentan con las ilusiones de la juventud, pero jamás miró hacia atrás con rencor ni resabio alguno. La vida, decía, es así, puro azar, y de nada sirve subrayar sus páginas más negras. Fue una de sus lecciones mejor aprendidas en las tensas horas de angustia en las trincheras, cuando la muerte no era más que un trágico sorteo. Eso y mantenerse libre de cualquier ambición más allá de su pequeño alcance, acaso porque también aprendió muy pronto que para no sentirse frustrado jamás en los deseos no hay que desear más que aquello que depende de uno mismo. Tal vez por todo ello tuvo siempre un sentido profundo de la amistad y aún mayor de la familia, entendidas las dos como el único mundo que merece la pena habitar.
Los hechos de cada vida, diluidos en el conjunto de la sociedad, pierden toda dimensión, se empequeñecen hasta la inadvertencia, se vuelven lisos y sin relieve. Pero referidos al ámbito individual de cada persona cobran una significación de montañas, y es en este punto de mira donde uno ha querido situarse con la palabra más entrañable de que ha sido capaz. No, no figuró nunca en ningún titular. Sólo fue un hombre cargado de amor y sabiduría. Se llamaba Antonio y hoy justamente habría cumplido cien años.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho su post, lleno de poesía. Felicidades por su blog, le sigo asiduamente.
Armando

Luis Díez Tejón dijo...

Gracias, Armando, por sus palabras. Es usted muy amable.
Le envío un saludo muy cordial.
Luis