martes, 14 de julio de 2009

Una visión profética

Una generación entera se emancipó de golpe de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces. En las escuelas se introdujo el espíritu de rebelión contra lo que enseñaban los maestros, porque los niños debían aprender sólo aquello que les venía en gana. Las chicas se vestían con ropas masculinas y los chicos a su vez se depilaban para parecer más femeninos; la homosexualidad se convirtió en una gran moda, no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor. Las formas artísticas pugnaban por presumir de radicales y revolucionarias. La nueva pintura dio por liquidada la obra de Rembrandt y Velázquez, e inició los experimentos más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible. La melodía en la música se sacrificó por extrañas tonalidades que golpeaban los oídos, el teatro de siempre interpretó con absurdos montajes, la moda no cesaba de inventar estrafalarios modelos que acentuaban el desnudo con insistencia. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes, que querían dejar atrás, de un solo salto, todo lo que se había hecho y producido hasta entonces. Cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones. Por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de tan gran carnaval, ningún espectáculo resultó tan patético como el de muchos intelectuales de la generación que, presos del pánico de quedar atrasados y ser considerados poco modernos, de maquillaron con fogosa rapidez e intentaron seguir también ellos, con paso renqueante, los extravíos más notorios. Todo lo extravagante e incontrolado vivió su edad de oro: el ocultismo, el espiritismo, la adivinación del futuro, el falso misticismo. Se vendía fácilmente todo lo que prometía sensaciones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes y drogas. En las obras literarias los únicos temas aceptados eran el incesto, la homosexualidad, la violencia y el sexo.
Nada de esto es mío, sino de Stefan Zweig, que lo escribió a finales de la década de los 30, poco antes de que la II Guerra Mundial impidiese, con su tajo de muerte, contemplar el desarrollo de aquella generación que hoy se nos presenta como nuestro espejo. Es conveniente repasar viejas lecturas, aquéllas que nos dejaron los espíritus libres, sabios y dolientes, que vivieron antes que nosotros, porque en ellas suele haber un germen de advertencia, al tiempo que una mirada profética. Pocos años después, iniciada ya la guerra, Stefan y su esposa Lotte decidieron dar un adiós voluntario al gran teatro del mundo, quizá porque la angustia de su visión se unió a la conciencia de su imposibilidad de redención.

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