jueves, 23 de abril de 2009

Ese hermoso objeto llamado libro

Hace hoy 393 años, en una modesta casa del ahora llamado barrio de las Letras, el barrio literario por excelencia de Madrid, terminaba la azarosa y cansada existencia de Miguel de Cervantes, puesto ya definitivamente el pie en el estribo y echada la última mirada a esta tierra, que nunca le dio gran cosa, con la misma media sonrisa de siempre. Los caprichos del calendario actual hicieron que ese día sea también el de la muerte del otro gran visionario de lo humano, más afortunado y más distante que don Miguel, aunque no más trascendente: William Shakespeare. De ahí que las cabezas pensantes y decisorias de la cultura actual no hayan tenido que hacer demasiado esfuerzo para elegir una fecha que diese carácter definitivo y universal al Día del Libro, aunque hay que reconocer que han tardado lo suyo. Hoy, pues, es el día de los buscadores de pensamientos ajenos, de los que creen que sin imaginación no puede vivirse, de los que necesitan dar siempre otro paso en el camino del conocimiento, de todos los amantes de ese pequeño, sencillo y hermoso objeto que llamamos libro.
Existen muchas razones para acercarse a un libro; cada lector tendrá la suya en función de su propio esquema interior o de su estado de ánimo o de su bolsillo o del día que haga, pero fundamentalmente se lee por alguna de estas tres causas, o por las tres juntas: para adquirir conocimientos, por el placer de disfrutar de un goce estético o simplemente por la búsqueda de un mero entretenimiento. Ningún otro objeto es capaz de tanto.
Leer es ante todo un acto creativo, que consuma y otorga sentido a la labor del escritor. Un ejercicio continuo de imaginación, mediante el que se presta sentimiento y color a las palabras muertas de la página; en el libro, las caras, los gestos y los paisajes son como nosotros queramos que sean, no como quiera un señor de Hollywood. La lectura involucra nuestro subconsciente de tal modo que nos hace vulnerables ante el autor; de ahí que nos sintamos a gusto con los autores que comparten nuestros puntos de vista. Esas otras vidas que a todos nos gustaría vivir, ese ultramundo en el que las situaciones no son las cotidianas con su tediosa carga de planitud, la grandeza de una ficción que puede transformar una situación de ánimo proporcionando refugio y seguridad, todo eso y más se encierra en las humildes páginas de ese libro que tenemos a nuestro alcance en la biblioteca sin pedirnos nada a cambio.
Que el no lector intente hoy, aunque sólo sea en homenaje al viejo manco que hizo universales nuestras letras, tomar un libro y adentrarse en el incierto y gozoso camino de su interior. Y si me permite otro consejo, que lo haga guiado por su instinto o por la palabra de un buen amigo, no por las listas de ventas, que más bien reflejan los méritos de los técnicos de mercado, ni por los nombres de moda, que a menudo tienen más que ver con motivos extraliterarios que con la realidad de su obra. No; que no se guíe más que por sí mismo y, en todo caso, por la selección que ha hecho el tiempo: ahí tiene a los poetas y novelistas de siempre, que los hay para todos los grados y necesidades, desde la exótica aventura hasta la palabra profunda, y desde el ripio festivo hasta el hondo poema místico.
En medio de este vendaval de repertorio iconográfico en que se ha convertido la cultura actual, cuando aquel tan manoseado como falso dicho de que una imagen vale más que mil palabras se ha elevado ya a la categoría de axioma, el viejo libro continúa manteniendo su bien guardado sitio, porque su gran poder consiste en hablar, no a un sentido, sino directamente al entendimiento. Es decir, como hablan los dioses.

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