viernes, 31 de julio de 2009

Releer a los clásicos

Una visita a los clásicos, además de ser una excelente vacuna contra la estupidez televisiva de turno, puede que dé nuevo camino a nuestros pensamientos, o al menos remanso, que a veces buena falta les hace. La experiencia se empeña en decirnos que no consiste sólo en ver las cosas que pasan, sino en reflexionar sobre ellas una vez que han pasado. Los clásicos son receta contra la melancolía y la soledad, y para los escritores, santo y excelente remedio para curar la vanidad. Andamos tantas veces soportando la intemperie de nuestras limitaciones intelectuales y no caemos en que la sabiduría consiste en acudir al armario a ver qué prendas de abrigo nos protegen del frío. Porque, además, el armario que tenemos es amplio y está repleto de prendas de gran calidad.
Los clásicos son esos libros que están en las librerías de nuestras casas con las tapas más bien impecables y con alguna capa de polvo en sus lomos, esos libros que se tienen porque hay que tener y porque de vez en cuando los necesita algún chico para hacer un trabajo que algún ocurrente profesor le mandó. Suelen dar un toque refinado a la decoración de la sala, y en eso sí que se los valora. Y sin embargo, cuántos caminos pueden abrirnos en determinados momentos, cuántas palabras de ánimo dichas desde el tiempo ido, cuánto alivio ver que otros también han vivido nuestro problema y lo han sentido así, cuántos guiños amistosos de complicidad. Vivir en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos, eso es; ya lo dijo uno de ellos.
Tomen de su estantería de vez en cuando un libro de los clásicos y siéntense a leerlo sin prisas, con todo sosiego. Tomen, por ejemplo, las Coplas de Manrique o los sonetos de Quevedo o algún artículo de Larra o las décimas de Segismundo o el capítulo 20 del Quijote, la gran alegoría del miedo, aunque, ya metidos, mejor leerlo de principio a fin. O una oda de Fray Luis o los pensamientos cínicos y sabios de Gracián. Cualquiera, que ninguno ha de defraudar.

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