miércoles, 14 de enero de 2009

Dios en el autobús

En su obra La tournée de Dios, Jardiel hizo bajar al Sumo Hacedor a la tierra para que tuviera información de primera mano de la obra que había hecho. Ahora una asociación de discrepantes de su existencia ha decidido bajarlo, aunque sólo sea en nombre, al autobús. "Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida", aconsejan. A simple vista da que pensar ese adverbio que parece reflejar una duda, porque si probablemente no existe también hay probabilidades de que exista. Lo de disfrutar de la vida lo tienen más claro; dan por sentado que los creyentes son unos pobres sufridores. Como reacción, otra asociación, esta vez de creyentes, ha fijado en otros autobuses el mensaje contrario: "Dios sí existe". O sea, que tendremos a nuestros medios de transporte público convertidos en soportes ambulantes de mensajes teológicos, aun más, teleológicos, con los que poder satisfacer nuestras ansias infinitas de conocimiento de la verdad. Dos mil quinientos años de preguntas, tratados enteros dedicados a argumentar sobre la causa primera, profundas disquisiciones desde las más altas cátedras escolásticas, las cinco vías tomistas, el argumento ontológico de San Anselmo, Agustín frente a Faure, Descartes frente a Nietzsche, todo ello resuelto en las chapas de los autobuses. No sé si habrá mayor metáfora de nuestro tiempo.
Nunca fue frecuente, ni siquiera en las circunstancias de total libertad ideológica, que los no creyentes hicieran apostolado, valga la expresión, acerca de sus convicciones. El que tiene fe siente la necesidad de compartirla; pretende llevar a los demás el mensaje de salvación que ha recibido, tanto por convicción personal como por cumplir el mandato que ese mismo mensaje conlleva. El ateo no siente esa necesidad; no gana ni pierde nada con que otros piensen como él; no espera ni teme nada. Y en todo caso, tratar de convencer a alguien de la existencia de una realidad tiene un sentido antropológico, pero hacer proselitismo a favor de un vacío no parece encajar con la idea de un pensamiento lógico.
El ateo de verdad, el que ha llegado a su convicción a través de un largo y doloroso proceso de búsqueda racional, le merece al que esto escribe un enorme respeto. Ha querido buscar ante todo la honestidad consigo mismo. Ha tratado de encontrar la verdad por todas las líneas que la razón humana le permite, sea cual sea esa verdad y lo que de ella se derive. Hubo de renunciar a creencias más consoladoras y a gozosas esperanzas de salvación porque no tenían encaje en el esquema racional de su entendimiento. El límite es su propia razón; más allá hay un no conocimiento y no se le puede poner nombre. Y es tan consecuente en su empeño de la búsqueda de la verdad que jamás cerrará las puertas a unas inquietantes preguntas que tratarán de colarse en su fortificado sistema: ¿Y si resulta que el misterio es realmente una condición de la existencia del hombre? ¿Si es algo que forma parte de su misma esencia? ¿Si hay una puerta que jamás podrá abrirse mediante la razón y solamente puede cruzarse a través de la entrega confiada a lo incomprensible?.

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