miércoles, 15 de julio de 2009

Muerte en el callejón

Encontrar la muerte corneado por un toro en una calle céntrica de una ciudad debería ser una extraña forma de morir y, sin embargo, se acepta sin asombro, como una consecuencia lógica de algo unánimemente aceptado. Muy grande debe de ser el poder de las tradiciones para estar a salvo de las leyes más garantistas con nuestras vidas; muy fuerte el sentido último de la fiesta para resultar inmune a cualquier asomo de intento de someterla al espíritu de la legislación general. Esa misma ley que castigaría severamente a alguien que, pongo por caso, quisiera divertirse desafiando las olas en una playa con bandera roja, no tiene nada que decir cuando unos cuantos chicos deciden entretenerse corriendo delante de una manada de toros bravos, a pesar de que con frecuencia todo acaba en una tragedia de muerte y dolor. No se le ocurra quitarse ni por un instante el cinturón de seguridad, pero si quiere jugar a esquivar unos temibles cuernos que le pueden matar en cualquier momento, puede hacerlo.
Por supuesto que también hay otras muchas actividades, sobre todo deportivas, que implican riesgo, desde el alpinismo a la fórmula uno, pero existe en ellas un elemento diferenciador que las ennoblece y en cierto modo las justifica: el reto permanente del hombre ante sus propias limitaciones. Superarse a sí mismo, alcanzar siempre el punto más allá en velocidad, altura o tiempo, vencer las condiciones impuestas por la naturaleza y que, en definitiva, ha sido una constante necesaria en la evolución de la especie. El riesgo es aquí un factor inherente e inevitable, pero no un fin en sí mismo. Nada de eso existe en los encierros. No hay marcas que superar ni siquiera ambiciones estéticas, como ocurre con el mismo toreo. El riesgo es gratuito y sin contrapartida alguna. No cabe hablar de una muerte absurda, porque ninguna muerte lo es, pero sí su causa. ¿Qué desafío hay que aceptar en una carrera delante de unos toros?.
Pero, hombre, me parece oír, déjese usted de sofismas. Los encierros son diversión, espectáculo popular, parte fundamental de la fiesta, reclamo turístico, seña de identidad y, por encima de todo, una tradición que hay que mantener. Cierto. Las tradiciones no admiten modificaciones, porque dejarían de serlo; o se siguen tal como son o pierden su sentido ancestral y se convierten en el inicio de otra. Pero todo lo que basa su valor en el hecho de su repetición tiene como único argumento la recurrencia a sí mismo, no a la razón. Es una vía endogámica que se cierra a sí misma. Ya lo ha dicho alguien: el hombre, futurista incurable, es el único animal tradicionalista.Lo que sí parece evidente es que, al igual que otras muchas tradiciones, no resulta fácil explicar los encierros desde el estado actual de la evolución del pensamiento. Sólo los que se lanzan a correr en ellos mezclados con los toros tienen claro su sentido, y nos hablarían de pasión, valor, autoafirmación, de la erótica del peligro o de la indecible sensación de haber hecho un quiebro a la muerte. Y si alguna vez ésta vence, no puede haber más respuesta que seguir desafiándola.

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