jueves, 8 de octubre de 2009

Madrid

La metáfora de Madrid no estriba en lo que marcan los cánones de la preceptiva literaria, aunque es aquí precisamente donde se escribieron algunas de las obras más bellas de la lengua. Estriba en sí misma. Metáfora del centro como fuerza autogenerativa y de la falta de pretensiones aplastada por la mayor de todas a las que puede aspirar una ciudad. Toynbee no la incluyó en sus "ciudades de destino", pero ya sabemos cómo se las gastan los anglosajones con lo ajeno.
Aquella pequeña villa medieval, de aguas abundantes y bosques ricos en caza, ya tenía su historia antes de ser lo que luego fue. Ya había sido lugar de reunión de las Cortes, sitio de reposo real, prisión del poderoso Francisco I, y hasta había visto nacer al primero de los grandes viajeros españoles, Ruy de Clavijo, pero su destino de ciudad vulgar tomó otro derrotero cuando en 1561 fue elegida, por encima de las grandes ciudades castellanas, como sede permanente de la corte y, por tanto, capital de hecho del inmenso Imperio español. Sin embargo, y ahí está la primera de sus paradojas, no tuvo ningún reconocimiento externo a su nuevo rango. Felipe II no era un emperador romano y la Contrarreforma no era un tiempo que permitiese expresiones grandilocuentes de poder terrenal más allá de la fría desnudez. Madrid fue la más humilde las capitales en cuanto a imagen, pero la más rica en expresión creativa. Apenas cincuenta años después de su capitalidad no había ciudad en Europa que albergase a tantos genios por metro cuadrado. Todos los grandes escritores, pintores y músicos del Siglo de Oro nacieron o crearon allí su obra, y además de forma coincidente. Todavía hoy, el turista que recorra el barrio de Las Letras sentirá su presencia, sin tener que forzar apenas su poder de evocación. Y ahí tenemos, otra paradoja, esa fascinante capacidad de metabolizar todo lo que puede alimentarla hasta convertirlo en genuinamente suyo. Su poderosa singularidad, creada por los siglos a través de infinitas singularidades menores, lo absorbe todo sin atender a su origen y lo transforma hasta darle un toque inequívocamente madrileño, y así desde el chotis al mantón de Manila. Nada es rechazado, todo es bienvenido, todo encuentra su sitio en los estantes de su espíritu.
Aun hoy, cuando ya se ha convertido en una de las grandes metrópolis de Europa, permanece en ella un sustrato inconfundible que a todos identifica y en el que todos han tenido que ver. Ramón Gómez de la Serna lo dejó escrito: "La condición de Madrid es hacer que todas las cosas tengan el regusto de sí mismas. Hay en él ecos vivos del solo vivir. No ha inventado la palabra denigrante de gringo ni meteco ni gallego. Madrid es la ciudad de la luz sensible y nada más". Y fue esa condición la que invocaba el catalán Pi y Margall cuando confesó a su amigo Oriol Mestres "estar perdidamente enamorado de ella".

Ahora a Madrid la han privado de los Juegos Olímpicos porque la excelencia suele ser vencida por consideraciones bastardas ajenas a ella. Lo mismo que sucede con las subvenciones oficiales y con la mayoría de los premios. No hay defensa contra ello.

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