jueves, 11 de junio de 2009

Los norteamericanos

No me gusta, en general, nada de los norteamericanos. Ni su literatura clásica, con la única excepción del loco Poe, ni mucho menos la de ahora, esa plaga de autores clónicos que acaparan las librerías con sus best sellers cíclicos: los King, Sheldon, Cook, Higgins y demás. Tampoco me hace vibrar casi nada de su música, salvo alguna de sus viejas piezas ligadas a la tierra y teñidas de una ingenua espiritualidad. En el mundo del arte admiro más su limpio afán investigador que su creación artística, hueca y recurrente en su mayoría, por mucho que digan algunos. Me molesta su visión metonímica de la vida y del mundo, en la que la parte es tomada con toda naturalidad por el todo. Me resulta inaceptable su escasez de criterios honestos a la hora de enjuiciar sus acciones y compararlas con las mismas que hicieron los demás; véase aquí el caso de la conquista de su famoso Oeste. Me desagrada su desdén hacia todo aquello que respire fuera de sus fronteras y que algunos todavía se sorprendan cuando se enteran de que la historia de la humanidad no comenzó con el Mayflower. Ni siquiera me gustan, qué le voy a hacer, la coca-cola y las hamburguesas.
Pero hay algo que les envidio sin reparos y sin que me cause ningún sonrojo reconocerlo: ese patriotismo firme, que puede parecer latente, nunca perdido, y que se manifiesta con fuerza gigante en los momentos decisivos. Patriotismo que no es nada parecido a la sensiblería, como a veces afirman los que no lo tienen, sino un impulso interior que te lleva a sentirte identificado con los que viven bajo tu mismo techo. Un volver la vista hacia ese ámbito natural del hombre que constituye su patria, para encontrar en lo que ella significa la fuerza y el motivo necesarios. Un olvidarse realmente de todo lo que puede separar para proclamar solamente aquello que une, siempre sobre la fuerte base de unos sentimientos comunes. Un dar testimonio, quizá inconsciente, de ese e pluribus unum que se lee en su escudo. En esas circunstancias los símbolos se vuelven imprescindibles, y de ahí la proliferación de banderas y de canciones emblemáticas, que en estos pagos europeos, y más aún en los españoles, pueden sorprender a tantos. Los más progres lo despachan con el calificativo de infantilismo, vaya por Dios, pero no reparan en que acaso de ahí, de sus poco más de dos siglos de vida, proceda ese vigor juvenil que les nutre en las adversidades y les fortalece la voluntad de rehacerse pase lo que pase y mirando siempre la causa mayor.
Entre ese e pluribus unum, de varios uno, y el ex uno plures, que algunos retrógrados predican por aquí, uno no puede menos que volver sus ojos hacia ellos y mirar con respeto ese ondear de la misma bandera por todos los lugares, que para todos representa lo mismo y que todos sienten necesidad de ver. Con respeto y, ya lo dije, con envidia.

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