miércoles, 24 de abril de 2019

Sueño de primavera


Estos días de primavera, alegres y mansos, son como una llamada de atención hacia el propio vivir. Miro la tierra y la veo toda ella en ebullición; los campos soleados, recibiendo la luz acariciadora de la mañana; el frescor de la sombra de los árboles del río; las hierbas del prado, que se han vuelto más frondosas y más verdes; las flores de todos los colores; el aire quieto y transparente. Están anidando los pájaros en los matorrales y en el peral; apenas vuelan, como no sea una escapada rápida y breve para buscar comida. Tampoco cantan; el canto ahora sería inútil y quizá peligroso, y el orden que rige la primavera es orden supremo y ha de ser inalterable. Se oye un grillo junto al camino; debe de ser el primero, pero su canto suena impropio, como si ya quisiera meternos en el verano.
Es un momento propicio para hacer aflorar sueños, quizá porque el entorno parece sugerirnos la certeza de su cumplimiento. Mi amigo, que lleva un largo tiempo viviendo los zarandeos de la actividad política desde su militancia activa, me cuenta el suyo. Es muy sencillo, y tan poco original que cualquier estudiante de instituto puede seguirlo a través de las obras literarias de todas las épocas, tan presente está en el hombre, pero me dice que es el suyo y que le sirve de paso para comprobar lo poco que se diferencia de los demás. Imagina una plenitud intelectual y una serenidad de conciencia por el esfuerzo continuado en la búsqueda de la experiencia y el conocimiento, y una vida bien provista de ambos, en la que aún no se hayan debilitado las sensaciones y en la que los deseos se sometan por sí mismos a la idea superior de la paz interior. Un fondo de satisfacción por su intento de luchar por el bien común, aunque fuera desde el lado penumbroso de la política. Y en torno a él, una tierra llana con árboles y una casa lo suficientemente solitaria como para no oír más que el sonido que la tierra quisiera mandarle. Un banco a la sombra y un horizonte infinito ante él. Y dentro, pocos artilugios; solo la muda compañía de sus poetas y sus filósofos, y de todos sus escritores y mentores culturales; y en el anaquel de al lado, su querido Mozart y otros muchos maestros; y un buen tratado de arte, y alguna biografía. El sol de la mañana sobre la fachada de la casa, un teléfono y un amigo a quien llamar y decirle, si llegara el momento, que está aburrido.
En la primavera de la montaña sigue uno asombrándose cada día del poder del sol para arrancar colores al bosque. Y cuando, ya de atardecida, los picos se agigantan y se vuelven grises, no es posible evitar que se cuele por dentro un deseo de que la mañana siguiente llegue de nuevo, aun a sabiendas de que en ese sucederse vamos dejando la vida. La ciudad se ha hecho inmune a los efectos de la primavera y nada se agiganta en ella, ni los deseos se vuelven distintos, ni se arrancan colores nuevos. La vida bulle al modo de siempre, y nosotros con ella, sin más ciclos que los que nos imponemos artificialmente. De las farolas cuelgan las sonrisas de los candidatos electorales; las televisiones se llenan de noche con la imagen de cuatro aspirantes debatiendo. En la actuación de uno de ellos se nota la mano de mi amigo.

miércoles, 17 de abril de 2019

Las procesiones


Se dice que la fe ha de vivirse hacia el interior, oculta entre los pliegues de nuestras convicciones más íntimas. La fe fructifica mejor cuando no tiene inquietudes por mostrarse al exterior y se encuentra solo consigo misma y con su misión de alimentar la relación del alma con su creador. No evita eso que a veces se sienta el deseo o la necesidad de manifestarla hacia el exterior para dar testimonio de ella, como en los casos relacionados con el martirio, o en los que puede servir de ejemplo y motivación para los que no saben si la tienen. Sin embargo, cuando la fe es colectiva parece que encuentra en la manifestación hacia afuera un impulso de reafirmación que la vigoriza. Se consolida y se reconoce a sí misma en toda su dimensión de siglos a través de su proyección al exterior.
Las procesiones que estos días, como cada año, inundan las calles de casi todos los pueblos y ciudades de España constituyen un espectáculo singular, único por su intensidad y amplitud en todo el ámbito católico. Bajo su aparente imagen unitaria esconden una enorme complejidad de significados e interpretaciones sociales, pero por muchas capas que los años y los cambios de mentalidad les hayan ido echando encima, su propósito y su razón de ser siguen basándose en un empeño de hondas raíces teológicas: la idea de conmemorar públicamente el dogma cristiano de la redención a través de la pasión y muerte de Jesús.
Es la fiesta de la exaltación del dolor; predominan los sentimientos de pérdida, sufrimiento, traición, arrepentimiento y compasión. Las cofradías y hermandades tienen nombres que no permiten ninguna veleidad: de los Azotes, del Calvario, de la Amargura, de la Mortaja, de las Injurias, de las Lágrimas, de la Quinta Angustia, de las Penas, aunque también hay otras de nombre más neutro y hasta más esperanzador: de la Paz, del Amor, del Consuelo, del Divino Perdón, del Buen Fin, de los Estudiantes, de los Gitanos, del Gran Poder. Los elementos externos que configuran la representación pueden variar de unas a otras, pero todos responden a una acumulación de aportes de siglos en aras de resaltar los aspectos dramáticos y emocionales del drama: figuras dolientes, cirios, flores, capas, hachones, tambores, cornetas, caperuzas, mantos, cruces, túnicas, mantillas. En muchas el silencio es un elemento formal más; en otras lo es el ritmo funeral de los pasos; en todas, las actitudes serias y graves de los costaleros, penitentes, nazarenos, acólitos y demás participantes.
No es fácil separar el componente folclórico y costumbrista, que sin duda tienen, de su carácter de manifestación de fe compartida, que se fortalece al ser vivida en público sin acotaciones ni reservas acomplejadas. Vienen los turistas, se percibe un tiempo de vacaciones, rivalizan las hermandades en la presentación de sus pasos, se puede preguntar si cabe seguir llamándola Semana Santa; algunas han sido declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad y la mayoría están consideradas fiestas de interés turístico. Pero al margen de todo siempre estará esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Para ella sí será una verdadera semana santa.

miércoles, 10 de abril de 2019

Tiempo de información

La llegada del tiempo primaveral es un buen pretexto para hacer esa escapada que estábamos pensando, y una escapada es un buen pretexto para zafarse, siquiera por un momento, de la actualidad. La actualidad viene a ser como ese pariente que, si tratas de conocerlo a fondo y estar al día de sus cosas te amarga la vida, y si decides prescindir de él no puedes evitar la sensación de que te estás perdiendo algo que te resulta conveniente conocer. En realidad se trata de un concepto nada definido, carente de materia interna; lo que llamamos actualidad no es más que lo que los medios de información establecen como tal. Somos sus rehenes, en la medida que queramos serlo, claro, aunque cuesta mucho zafarse de ella; estamos ante una inmensa máquina generadora de negocio que alimenta muchas cuentas de resultados, y nada tiene de extraño que uno de los modos de aumentarlos sea la sobreactuación. Ante ello, el receptor tiene sus recursos: la selección de la fuente, el análisis crítico, la mirada displicente o una despreocupación más o menos total; al fin y al cabo poco podemos hacer por modificarla.
Cada día nos inunda un torrente de información relacionada con la actualidad difícil de digerir y aún más de dejar reposar, pues ya no hay nada más efímero que una noticia, pero la impresión que deja en su conjunto es un regusto amargo y poco esperanzador. Acaso sea falso, puede ser, pero es como nos llega. Parece que para ser buen periodista es necesario informar siempre de lo más negativo, pronosticar lo peor, obviar todo lo que nos pueda traer un suspiro de orgullo o satisfacción. La mayoría de los medios, en eso siempre hay alguno que destaca, parecen disfrutar con su labor autoflagelante. Ver un telediario se ha convertido en una prueba de fortaleza mental y anímica; el espacio que deja libre la bambolla política lo ocupa un desfile de noticias que retratan lo más mezquino y miserable del ser humano como si solo existiera eso: la violencia, el crimen, la estafa, el abuso, la mentira, y con ello se configura la actualidad día tras día. Ninguna noticia de esperanza, ninguna que traiga una brisa amable, ninguna portadora de una mínima razón para el optimismo. Es como si el pesimismo diera un marchamo de seriedad y credibilidad. A los hechos más insignificantes se les da un carácter de noticias trascendentes y se convierten las tonterías más absurdas en titulares. Un estornudo de un catalán es una noticia mil veces más importante que una pulmonía en otro sitio, un simple ataque verbal a algunos colectivos se convierte en huésped destacado de todas las columnas, y así es con todo lo que se refiere a cualquiera de los ismos de la progresía. En los diarios digitales los titulares son aún más aparatosos: nos dicen, por ejemplo, que la frase de no sé quién está haciendo arder las redes, y luego, si uno pica y la busca, se encuentra con una estupidez que da vergüenza ajena.
Sé de alguien que cree que la mayor sabiduría en estos tiempos consiste en acertar a espigar en la información y en no hacer mucho caso de la opinión. Y en aprender a zafarse de ellas de vez en cuando.

miércoles, 3 de abril de 2019

El pueblo


Cada mañana, en torno a las siete, comenzaba el día en la cuadra dando de comer a sus dos ovejas y a las gallinas, que le esperaban arremolinadas junto a la puerta del corral. Era una de sus horas favoritas, incluso en invierno: el frescor de la amanecida, el tímido resplandor que comenzaba a asomarse por el lejano horizonte, la sensación de ser el dueño absoluto del mundo; una sensación engañosa, bien lo sabía, pero nunca la había perdido. Era el momento de su toma de posesión diaria. Una mirada satisfecha a su alrededor, un frotarse las manos si el frío hacía temblar el cuerpo, a veces un suspiro de añoranza ante el campo adormecido. Luego, ya en casa, el sagrado rito del desayuno, el otro gran momento de la mañana: un par de huevos fritos con su chorizo y su vaso de vino, y ya podía el médico decir lo que quisiera; eso sí, terminaba siempre con un tazón de leche bien caliente. Hacía tiempo que se había acostumbrado a no necesitar reloj. La mañana se le iba en infinidad de actividades; había mucho que hacer, parecía mentira: ordeñar, partir leña, ordenar un poco la casa, hacer la comida. Después de recoger la mesa, la siesta, algún trabajo en su pequeño taller, la mirada de la tarde a los animales y sentarse un rato en el banco de afuera a ver la solitaria carretera, por la que muy de vez en cuando pasaba algún coche. Estaba solo en el pueblo desde hacía varios años, y ya no concebía una vida en otra compañía que la del perro que había aparecido por su casa una mañana y se había quedado junto a él. No se sentía abandonado; una vez a la semana pasaba por allí una furgoneta en forma de tienda ambulante que le aprovisionaba de todo lo que necesitaba; incluso el médico del pueblo vecino le visitaba a menudo para saber cómo estaba. A veces, cuando la melancolía ponía su peor cara, se echaba al camino y andaba los cinco kilómetros hasta ese pueblo y se sentaba un buen rato en la plaza solo para oír hablar a la gente, hasta que se daba cuenta de la vaciedad de sus palabras. No, no cambiaría su vida por ninguna. Había aprendido a vivir en su interior y daba por superfluo todo lo que podía llegarle de fuera.
Un día apareció por allí un coche con una pancarta. Se bajó una pareja joven, los dos vestidos con camisetas iguales y de aspecto desenvuelto; se acercaron a él, le saludaron y le explicaron que se estaba organizando una manifestación en Madrid para llamar la atención sobre el mundo rural y exigir la mejora de los pueblos para evitar su abandono; que debería inscribirse y asistir, que le recogería un autobús y que el viaje sería gratis. Les escuchó en silencio. Cuando acabaron de hablar, les invitó a sentarse en el banco a tomar un vaso de vino con unos tacos de queso y así hablar con más calma. Ellos miraron el reloj y respondieron que tenían mucha prisa y que no podían entretenerse ni un momento. Él se quedó callado, dejando deslizar la mirada sobre la inmensa calma de los campos solitarios y oyendo tan solo el profundo silencio que lo envolvía todo. Tenían prisa. Les miró con ojos entre socarrones y compasivos; ellos a su vez le miraban impacientes, esperando su respuesta. Cuando insistieron, movió la cabeza con una sonrisa y los despidió amablemente.

miércoles, 27 de marzo de 2019

El Museo del Prado


En la difícil búsqueda de cualquier tipo de consenso, de lo que tenemos evidencias cada día y en cada materia, apenas contamos con elementos que conciten por unanimidad los mismos sentimientos de respeto, protección, conciencia de su valor y necesidad de mantenerlo al margen de todo manoseo. Un acuerdo tácito en que no le toquéis, que así es la rosa. Todo, hasta lo más inocente, es susceptible de pelea y rifirrafes, aunque no sea más que para no dar la razón al otro. El campo donde más visible se hace, por supuesto, es el político, pero abarca hasta los rincones más pequeños de la sociedad. Por eso se hace doblemente valioso mantener fuera del alcance de toda lucha partidista todo aquello que representa lo más importante de nuestra esencia histórica y nuestra identidad como nación; esas instituciones que guardan lo que nos define y lo mejor que hemos hecho, como el Museo del Prado o la Biblioteca Nacional.
El Museo del Prado viene a ser la encarnación visual de una larga trayectoria histórica, en la que se funden todos los avatares relacionados con la vida, la estética, la cultura y la autoestima del país; un centro que guarda una completa manifestación de la fuerza creativa de nuestra nación y de nuestro entorno, un punto de irradiación de lo mejor que hemos sido y un testimonio insustituible de nuestra dimensión cultural. Cumple ahora doscientos años, en los que ha logrado convertirse en uno de los grandes museos del mundo, no tanto por la extensión de su nómina, pues no se trata especialmente de un museo enciclopédico, sino por la inigualable calidad de su conjunto. En sus paredes cuelgan algunos de los cuadros más emblemáticos de la historia universal de la pintura, y muchos grandes artistas tienen en él la representación más amplia de sus obras: Velázquez, Rubens, Goya, Tiziano, Murillo, Ribera, El Bosco, Patinir, Maíno, El Greco, Teniers, Brueghel, etc.
Como a otras grandes pinacotecas, al Prado puede irse con cualquier predisposición, que a todas va a satisfacer. Todos, busquen lo que busquen, tienen su oferta; todos encuentran un motivo de reflexión ante un tema o de admiración ante su resolución formal. Una visita a sus salas es una caminata repleta de belleza a través de todas las pasiones, miserias y grandezas del ser humano, envueltas en el envoltorio de la genialidad. Los temas se acumulan ante el espectador para que pueda elegir entre simplemente recrearse en los aspectos externos de dibujo, luz y color, que también es una forma de disfrute, o hacerlos suyos y tomarlos como motivo de reflexión: la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte, en Brueghel; el erotismo como agente creador en la Dánae tizianesca; el sentido de la vida convertido en alegoría en El Bosco; la perfección y serenidad de la mirada velazqueña, capaz de dignificar la deformidad; las negras visiones que nos rondan, en Goya; las costumbres populares y la vida cotidiana en tantos; la emoción religiosa en muchos; la interpretación de los grandes hechos históricos; el recreo de los sentidos; la alegría de la luz y el colorido venecianos; la contención y el equilibro renacentistas. Sería inagotable la lista de posibilidades de remover sensaciones que se nos ofrece desde el tiempo detenido.

miércoles, 20 de marzo de 2019

En qué nos hemos equivocado

Me cuentan mis espías capitalinos que los madrileños que se encontraban por las calles con algunos catalanes dispersos, envueltos en sus banderas y con caras de cierta frustración porque a nadie le importaban un pimiento, tenían la sensación de estar viendo los restos de un desfile de carnaval, tan falto de interés que no despertaba ni curiosidad. Eso sí, no hubo insultos ni incidentes, solo indiferencia; la compasiva indiferencia que da lugar a una piadosa benevolencia. Madrid es una ciudad sabia, hecha de mil sedimentos a cual más poderoso, y con todos ellos ha configurado su atractiva forma de ser. Es muy difícil sorprenderla. Todos traen a ella su trocito de terruño y lo conservan como el rosario de la madre, pero, si hubiera que elegir, preferirían tener que devolverlo y quedarse allí. Y desde luego, nadie ha logrado hacerla suya en exclusiva. No hay ninguna ciudad más abierta ni menos amiga de ajustar cuentas con el pasado de quien llega a ella. Que ahora vengan unos fanáticos de mente abducida a insultar a España en el centro mismo de su capital gritando a la vez que no hay democracia, viene a ser una muestra, primero, de su estupidez, que no se da cuenta de su contradicción y, segundo, del quite por chicuelinas que les dieron los madrileños con su media sonrisa.
Y claro, allí estaba el molt honorable de turno, el tal Torra, que optó por echar mano de la conocida invocación del poeta Maragall a España, solo que sin pizca de lirismo. Escucha, España, y piensa en qué te has equivocado, nos grita este Torra. Pero hombre, don Qim, si no tenemos que pensar mucho. Es muy fácil; hasta yo puedo contestarle; e incluso usted, si se esfuerza un poco. Nos hemos equivocado en muchas cosas. La primera de todas en fiarnos de ustedes de buena fe, de caer en el engaño de creernos eso del seny y de la formalidad de la palabra de la que tanto presumen, de confiar en su fama de pueblo serio y leal, que pronto vimos que no era más que una inmensa mentira.
Nos hemos equivocado en concederles la autonomía y en confiarles transferencias, como la educación, que nunca debieron caer en manos tan desleales; en hacer con sus partidos pactos de gobierno en los que siempre ganaban ustedes; en aguantarles insultos, mentiras, desplantes, chantajes, calumnias, actitudes supremacistas y despectivas y campañas de desprestigio exterior; en no responder debidamente a la tergiversación continua de la Historia que hacen en beneficio propio.
Nos hemos equivocado al pensar que algún día su afán pedigüeño y su eterno lloriqueo victimista se saturarían; nos equivocamos haciéndoles tantas concesiones y dándoles las mejores infraestructuras, a veces en sangrante agravio comparativo con otras comunidades, sin darnos cuenta de que nacionalismo y solidaridad son conceptos incompatibles.
Nos hemos equivocado en confiar en la honorabilidad de su patriarca, un tipo camaleónico que resultó ser el mayor ladrón de Cataluña y el jefe de un clan familiar de delincuentes, mientras repetía como un mantra "España nos roba".
En todo eso y en más nos hemos equivocado, don Qim.

miércoles, 13 de marzo de 2019

La oleada feminista

Indiferente a las tonterías de hombres y mujeres, la primavera deja ya asomar sus intenciones de llenarlo todo de vida renovada. Están los prados cambiando el verde por el blanco de las margaritas, y comienza a romperse el prolongado silencio de los árboles con los primeros cantos de sus nuevos pobladores. En las calles de las ciudades fueron otros cantos los que sonaron este fin de semana, los del turbión feminista que inundó todos los espacios y los medios hasta el empacho. La labor de propaganda, que en nada desmereció de la que se utilizaba en tiempos ya pasados, aunque no llegó a paralizar el país, concentró manifestaciones masivas en todas las ciudades, entre un mar de pancartas con consignas ingeniosas, burdas o divertidas, algunas zafias, casi todas tópicas y huecas, en las que se mezclaban en un todo revuelto los conceptos de igualdad, democracia y feminismo. Tal parecía que la mujer española no tiene libertades ni derechos. En las tertulias televisivas, en las entrevistas y declaraciones a los medios, en los interminables espacios dedicados al día, pudo oírse y leerse toda una antología de afirmaciones y soflamas que a algunos nos sirvió para iluminar nuestra ignorancia. Alguien afirmó que "la mujer no nace, se hace", o sea, que la naturaleza tiene poco que decir en esta cuestión. Una profesora de un instituto de Gijón explicaba con toda seriedad que "en la prehistoria el nivel de igualdad era mucho más alto que ahora, porque las mujeres también salían a cazar y a buscar alimentos". Hay que ver. El toque final lo puso la lectura del manifiesto, escrito sin duda por alguna mente enfebrecida, que a más de una mujer habrá sonrojado. Según viene a decir, los hombres somos machistas, violentos, racistas, colonizadores, capitalistas, depredadores del medio ambiente, autoritarios, represores; el feminismo ha de alcanzar la soberanía alimentaria y luchar contra el extractivismo, las empresas trasnacionales y los tratados de libre comercio. Tengo que decírselo a mi vecina, que se ponga a combatir ya eso del extractivismo, que es muy peligroso para las mujeres.
La fiesta se celebró con una huelga y una manifestación, y eso deja también alguna pregunta. Si todos los estamentos políticos y sociales la secundan, contra quién es la huelga. Estaba el Gobierno a la cabeza de la manifestación, ¿contra quién protestaba?
-Pues contra la desigualdad, la sociedad patriarcal, la violencia hacia la mujer, por la conciliación laboral.
Es decir, contra conceptos abstractos, que se encarnan en un cliché ideológico mil veces repetido y cuyos ingredientes jamás abandonarán el ámbito de la utopía, y, si acaso, el último contra la realidad, que sí puede modificarse, sólo que los que la pueden modificar estaban en la primera fila con la pancarta. Se manifestaban contra sí mismos.
Por encima de la puesta en escena, hay en todo ello una carga ideológica que asfixia cualquier noble propósito. Si, además, no hay que convencer a nadie. Quién no va a estar de acuerdo en hacer lo posible por combatir la violencia machista y sexual, reconocer el valor y la dignidad del trabajo doméstico, eliminar todo tipo de discriminación de la mujer y conseguir una igualdad real.

miércoles, 6 de marzo de 2019

El milagro de los viernes

Ha pisado el acelerador este Gobierno que nos ha sobrevenido, y que nadie ha elegido en las urnas, para comprar nuestros votos a cambio de unas cuantas golosinas sociales. Serán de reparto semanal. Los viernes, milagro. Como en la película de Berlanga, solo que allí era los jueves cuando San Dimas se aparecía al pueblo para llenarle los bolsillos de divisas. Pues aquí será los viernes cuando derramarán sobre nuestras vidas, a golpe de decreto, tales dones en materia social que, si nos quejamos, será por nuestro irremediable carácter inconformista y porque en todo tendemos a ver operaciones de clientelismo y ventajismo político para cazar votos acríticos. Que se trate de jugar la partida electoral con cartas marcadas aprovechando el sillón del poder, no importa mucho. Eso sí, ya veremos cómo se paga luego la factura; ya se verá qué se hace cuando la deuda sea más alta que el PIB y la negra sombra del rescate aparezca de nuevo; ya se llamará a otro partido para que se trague el marrón de los inevitables recortes que habrá que hacer. Pero ahora las elecciones están ahí y el votante, ante la urna, no suele reparar en esas menudencias.
Tampoco en ARCO se repara mucho en lo que se ve, como no sea para darse cuenta de que se ha metido uno en un espectáculo mercantilista en el que todo, desde los conceptos hasta los precios, está deformado. ARCO es esa feria del arte en la que el arte ocupa apenas una pequeña parcela y la extravagancia el resto. La feria de las vanidades sin causa, de las poses intelectualoides, de los mercaderes de la ingenuidad ajena, de la demostración de cómo se puede reducir el arte a la nada. De nuevo un tipo inmune al sonrojo, que no practica más arte que el de provocar, se las ha arreglado para llevarse todas las miradas y comentarios, aunque la mayoría estén teñidos de piadosa benevolencia. Su genial obra es un enorme muñeco con la cara del Rey, que este Fidias del siglo XXI trata de endosarle a alguien por el insignificante precio de 200.000 euros, a condición de que luego la queme. O sea, que queme 200.000 euros. Pues casi apostaría que algún memo con tarjeta de alta gama ya está llamando.
Luego está lo sustancial, eso que casi nunca es noticia si es positivo. De fuera nos dicen que somos el país más sano y saludable del mundo, gracias, entre otras cosas, a la dieta mediterránea y a la calidad de nuestro sistema sanitario. Estamos en el primer puesto del índice Bloomberg, que analiza la calidad de vida de 169 naciones. Después vienen Italia, Islandia y Japón, y, muy por detrás, países tenidos por mucho más desarrollados y que fueron siempre referencia a alcanzar, como Alemania, Francia o Estados Unidos. Ya son muchas las listas de materias en las que ocupamos puestos de cabeza. Algún día podríamos detenernos a examinarnos a nosotros mismos con objetividad y sin complejos para ver lo que hemos logrado y darnos cuenta de que tenemos la suerte de vivir en uno de los países más envidiables del mundo. Y lo seríamos aún más si desaparecieran tantos apegos a los terruños y tanta exaltación de lo particular, y si desde las alturas políticas y mediáticas se procurase cuidar más nuestra autoestima nacional.

miércoles, 27 de febrero de 2019

El misterio del mal

Nunca aprenderemos a conocernos del todo por más que lo creamos; nunca sabremos lo que somos y de qué estamos hechos. Somos la especie más imprevisible y menos propicia a ser encuadrada en esquemas generales, salvo que estén llenos de excepciones. Nuestro cerebro es un reducto imposible de explorar en todos sus infinitos recovecos, y en alguno de ellos vemos a veces que se esconde aquello que ni siquiera podíamos sospechar que habitaba en nosotros. Aquel "conócete a ti mismo" délfico no resulta ser más que un bienintencionado consejo que, aun en el más fructífero de los casos, está condenado a quedar en intento.
La noticia que, en estos días de torrencial riada informativa, ha hecho vulgares a todas las demás y nos ha dejado sobrepasada nuestra capacidad de asombro es la de ese chico que mató a su madre, la picó en trocitos, los almacenó en táperes y los fue comiendo con ayuda de su perro. Aquí pierde eficacia la frase ante el concepto que encierra. Cuesta concebirlo, salvo que hagamos el ejercicio de no poner absolutamente ninguna traba a la imaginación y dejar que viaje hasta lo infinito del horror. ¿Qué puede pasar por la mente de ese hombre al ir ejecutando cada uno de los pasos que dio? ¿Qué proceso de anulación de todo límite, no ya moral, sino simplemente de comportamiento lógico ha tenido que producirse en su razón para sentir lo que hizo como dentro de la rueda de la normalidad? "Sí, está dentro", respondió a la policía cuando llamaron a su puerta y le preguntaron si estaba su madre en la casa. Y era verdad; estaba dentro. Este aplomo, nacido de la ausencia del sentido de culpabilidad y de la alteración del concepto de inocencia, es la que convierte en inhumano al malvado, porque demuestra carecer de los sentimientos más elementales que nacen con nosotros. "Un solo bien puede haber en el mal: la vergüenza de haberlo hecho", escribió Séneca. Cuando ni esa vergüenza produce estamos ante alguien muerto por dentro.
Labor tendrán los estudiosos de la conducta del hombre para tratar de comprender actos como este. Rencor, sadismo, psicopatía, imitación, venganza, nada; quién sabe lo que impulsó a este individuo a comer a su madre y a compartir su cuerpo con el perro. Somos demasiado complejos y demasiado ignorantes de lo que podemos llegar a ser, pero tenemos una certeza: el mal forma parte de la realidad, y hay incluso quien opina que es necesario para la armonía del mundo. Y hay también otro hecho que ya observaron los antiguos filósofos: que existen relativamente pocas formas de hacer el bien e infinidad de modos de hacer el mal. Por suerte, los efectos de los casos del bien tienen una influencia infinitamente mayor.
Las religiones tratan de ofrecer una explicación del mal y de su consecuencia, el sufrimiento, como un castigo por la desobediencia a las leyes divinas, que propició el desorden en el mundo perfecto creado en el principio. Pero no hace falta echar mano de la fe. Ya nos dice Conrad que "no es necesario creer en un principio sobrenatural del mal; los hombres son completamente capaces por sí solos de todo tipo de maldad".

miércoles, 20 de febrero de 2019

La campaña interminable

Nos había dicho que los que pedían elecciones iban a tener que esperar sentados, y dos días después las convoca. Debe de ser muy repentino el cambio de viento en la política para hacer que las afirmaciones y los propósitos duren tan poco, especialmente en este nuevo tiempo monclovita, en el que ninguna palabra firme permanece en pie más allá de unas horas y lo que hoy se dice con entonación rotunda mañana aparece lleno de matices, y si ahora te digo sí, acaso luego te diga no con el mismo tono de credibilidad, y todo ello con la cara alta y sin la menor pizca de rubor. No hay nada a que agarrarse, porque las declaraciones tienen la consistencia de la arena y porque la manera más aproximada de acertar consiste en dar por hecho que la realidad va a ser lo contrario de lo que se oye.
El caso es que ya estamos de nuevo metidos en campaña electoral, y esta vez de largo, porque en menos de un mes se acumulan las elecciones a las cuatro administraciones que velan por nosotros. Con este enorme entramado institucional que configura nuestra arquitectura política, la práctica democrática apenas conoce reposo y las campañas vienen a ser una sucesión repetida de un mismo espectáculo, al que de vez en cuando se incorporan algunos actores nuevos, y siempre bajo la forma de un torbellino de palabras, no tanto de ideas. Palabras con intentos de seducción, porque, en definitiva, las campañas electorales vienen a ser un recuelo de los viejos mercados y ferias de las plazas, donde los mercaderes ejercían el sabio y difícil oficio de colocar a otro lo que llevaban. Aquí los vendedores van exponiendo sus ofertas a un ritmo calculado, dosificándolas en función de las que hagan los rivales. Si se trata de alguien ya curtido en anteriores batallas, sabrá dónde debe detenerse, aunque no sea más que para no ofender la capacidad de raciocinio de los asistentes. Si no lo es, ofrecerá ilusiones vestidas de proyectos vagamente realizables, sin explicar que jamás podrá cumplirlos. Y si los oyentes tienen ya una cierta experiencia, sabrán distinguir entre ambos sólo con oírlos saludar, y dejarán en su sitio a los vendedores de humo. Lo malo es que las líneas divisorias no están definidas con claridad. Ni aun los candidatos más serios pueden prescindir de una cierta dosis de demagogia, ni los más fantasiosos carecen de una mínima dosis de realismo. De ahí la dificultad de discernir entre ambos, y de ahí el hecho de que, muchas veces, la elección termine haciéndose en virtud de motivaciones más próximas a la simpatía y a factores externos que a la razón objetiva.
Hay electores que votan al que les encandila con la forma de expresión y la vehemencia verbal; los hay que lo hacen al que ofrece sin medida; hay quienes eligen a un candidato por su prestancia física y su fotogenia, y hay hasta quien sigue fiel a un partido por no romper la tradición familiar y le vota aunque sea tapándose la nariz. Por supuesto, también están los que lo hacen desde una reflexión personal después de examinar los programas de acuerdo con sus convicciones. Y al final nadie sabe a dónde va a ir a parar su voto, porque el afán de poder dará lugar a extrañas alianzas en las que el elector ya no cuenta.

miércoles, 13 de febrero de 2019

La peor pérdida

Lo último que los catalanes que sientan de verdad su tierra van a perdonar a sus actuales dirigentes es el desierto de afecto que han dejado detrás de sí. Cuando todo esto termine y la sensatez se recupere y haga que todo vuelva a su cauce de normalidad, cuando por fin todo este delirio se vaya desvaneciendo por la lógica de la realidad hasta que no se vea más que como una pesadilla de esas que a veces ennegrecen la Historia, se darán cuenta del estropicio que han causado en los sentimientos del resto de españoles hacia ellos. Desde luego, tendrán mucho más que ver: la reducción del tejido empresarial a causa de la fuga de miles de entidades en busca de acomodos más seguros y estables; la pérdida de la ocasión de ser sede de organismos europeos afectados por el 'brexit'; la dificultad para atraer eventos internacionales; la caída del producto interior bruto y el aumento de la deuda; el desplome de la valoración de las agencias de calificación de riesgo, que la consideran bono basura, con lo que le impiden acudir a los mercados, de modo que su único modo de financiarse es a través del bolsillo de todos los españoles. Sin embargo, con ser mucho, no es eso lo peor; casi todo esto puede tener un carácter coyuntural y ser reversible a corto y medio plazo. Mucho más difícil será remediar el desgarrón afectivo que se ha abierto con el resto de los españoles y, aún más, entre los mismos catalanes.
Hubo una Cataluña querida y admirada por su capacidad para adaptarse exitosamente a todas las circunstancias, tanto económicas como sociales y culturales, que los tiempos traían. Una Cataluña que era vista como ejemplo de laboriosidad y carácter emprendedor, generadora de trabajo, poco dada a ensueños mitológicos que se salieran del ámbito de las cuentas de resultados. La Cataluña que ejercía de vanguardia cultural en España, como centro de atracción de escritores, artistas e intelectuales. Sus éxitos eran los de todos, porque la sentían como suya. La Cataluña del 'seny', apreciada y envidiada por el resto. Pero todo era endeble; el ejemplo de antes se ha convertido ahora en el modelo a no seguir. Bastó que una pandilla de iluminados agitaran el señuelo de un Camelot edénico y se inventaran una historia a propósito, para que el 'seny' mostrara que no era tal y su ponderado sentido común tampoco. A pesar de que no es justo tomar la parte por el todo, es un hecho que Cataluña y lo catalán han perdido el afecto de muchos españoles. Sé de algún fervoroso hincha culé que ha pasado de emocionarse con las victorias del Barcelona a alegrarse con sus derrotas. 
El daño que estos tipos, salidos de las páginas más cerriles de la crónica política, han infligido a sus conciudadanos y a la imagen de Cataluña en el resto de España ha sido enorme, y viene a ser la enésima constatación de la tendencia de los catalanes a seguir a cualquier flautista sin medir las consecuencias. Gaziel, un catalán que conocía bien a los suyos, lo resumió con claridad: "El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña".

miércoles, 6 de febrero de 2019

La nueva cocina

Aquello que tantas veces oímos decir a los mayores con tono entre asombrado y resignado de que no sé a dónde vamos a parar, resulta que es algo más que un tópico propio del que no comprende lo que ve en su entorno. Al menos en lo que se refiere a la obra humana, en concreto a la creación artística, así es. La pintura, por ejemplo, desde las paredes paleolíticas ha atravesado la historia en un continuo progreso de alcances estéticos, ofreciendo momentos de magnífica explosión, hasta que, agotados los caminos, llegó a las cercanías de la nada; a un calcetín clavado en una pared. Cuál será el siguiente paso no es fácil de adivinar. A lo mejor dar la vuelta en dirección contraria y emprender el camino de regreso, aunque sea con zapatillas distintas.
Si el arte se fue despojando de sus elementos inherentes -persecución de la belleza, plasmación de la realidad, búsqueda de la emoción, dibujo y color-, no es de extrañar que otros sectores hayan corrido parecida peripecia de decantación hacia un minimalismo formal a la vez que intelectual. Un proceso que afecta no sólo a elementos exclusivamente humanos y de carácter espiritual, como el arte, sino a otros bastante más materiales y que resultan necesarios para la supervivencia de la especie, como el vulgar y cotidiano hecho de proporcionar nuestro cuerpo el sustento que necesita.
Esta primaria e imprescindible función de alimentarse fue luego sustituida, a medida que las circunstancias económicas lo fueron permitiendo, por el noble y placentero arte de comer buscando satisfacer el gusto, y ahora por el afán de convertirlo en una suma de nuevas experiencias sensoriales, que se traducen en un conjunto de extravagancias que convierten el hecho de estar ante un plato en un rito, con su punto de misterio, su celebrante, elevado a la categoría de demiurgo, y hasta su exégesis. La cocina de siempre basa su ejercicio en procedimientos semejantes entre sí, relacionados todos con el fuego: se cuece, se asa, se fríe o se guisa; aquí se criogeniza, se liofiliza, se usa nitrógeno líquido, se hace cocina molecular. La apariencia pierde protagonismo en favor de otros factores. Se pretende deconstruir el aspecto del plato para que sea el gusto el que juzgue, se juega con espumas y texturas raras que buscan sorprender al paladar, se experimenta con sabores inéditos para confundirlos en una nueva sensación. Eso sí, siempre con la preocupación de satisfacer más la efímera sorpresa que los requerimientos de la naturaleza. Un menú para comer sólo si no se tiene hambre. Y todo ello reducido a la mínima expresión y a la máxima exigencia al comensal. Es una cocina que, según las malas lenguas, tiene una característica muy específica: casi nada en el plato, todo en la cuenta.
La deconstrucción tiene también parientes próximos. En la reciente edición de Madrid Fusión, esa feria mundial de hallazgos y extravagancias gastronómicas, se presentó un plato basado en una trucha, solo que de la trucha no había más que la espina, partida en dos, y los ojos, al lado de un minúsculo bocadito comestible; debe de ser eso que llaman cocina tecno-emocional.

miércoles, 30 de enero de 2019

La lección que nos deja la tragedia

Esta sociedad, que de ordinario se nos aparece tan áspera, crítica y crispada, cuando no insolidaria e indiferente, cada vez que tiene ocasión nos demuestra que todo es eso: apariencia. Bajo la coraza con la que pretenden uniformarla algunas corrientes ideológicas postmodernas late su verdadera esencia, esa que nos configura como seres humanos y que aflora en cuanto los sentimientos llaman a rebato para manifestar esa condición. Entonces llega la hora de la generosidad sin reservas, de la solidaridad, de las emociones liberadas a su antojo, de rechazar sin matices cualquier intento de división, de dejar aparte toda referencia a la política y de unir en un lazo sin fisuras todos los empeños y propósitos. La hora de mostrar la verdadera cara de nuestra sociedad.
El caso del niño de dos años atrapado en un pozo en un monte de Málaga sacudió el sistema emocional de todo el país, y el día a día de su rescate nos mantuvo a todos en un estado de expectación en el que se mezclaban un débil residuo de esperanza que se negaba a desvanecerse y una admiración real por el desarrollo del proceso. De todas las tragedias protagonizadas por el ser humano, quizá no haya ninguna más dramática que la que tiene lugar en las entrañas de la tierra, porque allí se rompen todos los asideros de la lógica que nos pueden ayudar a una lucha eficaz por conseguir un resultado feliz. Si, además, se trata de un niño, casi un bebé, el dolor se hace aún más colectivo, como si algo de esa pequeña vida nos perteneciera a todos.
Estas frenéticas horas de lucha contra todo nos han dejado, en su dolorosa intensidad, algunas conclusiones. Por ejemplo, la constatación del poderoso valor de la esperanza, aun cuando todo alrededor se empeña en decirnos que es vana. Nos han confirmado también que en situaciones como esta surgen siempre de pronto personas dignas de toda nuestra admiración, totalmente desconocidas hasta entonces; genios anónimos, ajenos por completo al estúpido carnaval mediático, que con su capacidad y su generosidad nos dan la verdadera dimensión del ser humano; profesionales que saben cumplir con su deber hasta mucho más allá de lo debido; ciudadanos de a pie que colaboran por detrás mediante iniciativas propias que facilitan la labor de los que actúan en primera línea. Confirman igualmente, una vez más, la enorme calidad humana de la sociedad española, su capacidad de compartir el dolor desde la sencillez de corazón y de unirse sin reservas ante la adversidad. Esa ingente obra de ingeniería, realizada en un tiempo asombrosamente breve y en la que se han movilizado medios públicos y privados de sitios muy diversos, viene a ser una metáfora de la inmensa fuerza de la unidad en lo importante ante un objetivo común. Nadie ha intentado sacar rentabilidad política; se ha evitado poner el yo por encima del todos. Quizá sea esa la lección más evidente que muchos deberían aprender y tener presente en el futuro. Posiblemente lo peor puede venir después: los buitres hurgando para encontrar carroña que llevarse a la boca. Seguro que ahora alguno aparecerá por ahí en busca de miserables réditos de audiencia.

miércoles, 23 de enero de 2019

Su colegio ideal

Estaba contemplando una vez más el camino por el que paseaba cada mañana. Solía llegar hasta un barrio de las afueras y allí se paraba a tomar su café antes de emprender el regreso. Y así todos los días desde que había estrenado la condición de recién jubilado. A veces coincidía con la salida de los chicos del instituto y se quedaba observándolos a través del ventanal del café, con la mente puesta en muchos años atrás. Era la misma escena de sus años de estudiante, las mismas carreras, las mismas risas desaforadas, las mismas conversaciones a gritos. Eso sí, más desinhibidos, con una idea bastante más cutre de la estética en el vestir, más ligeros de palabra y mucho más libres en su trato con el otro sexo. Pero, igual que entonces, forjando su equipaje para el futuro, según lo establecido, y haciéndolo inevitablemente a ciegas. Y más de una vez se había hecho una pregunta: si le dejaran volver a la juventud y elegir el colegio donde estudiar ¿qué tipo de centro elegiría? Desde la perspectiva de los años y de todas las experiencias vividas ¿cómo sería la escuela a la que iría si pudiera?
La suya había sido a la vez convencional y selecta; le había inculcado las normas sociales adecuadas para desenvolverse con éxito y dado los instrumentos para alcanzar una posición relevante en el mundo empresarial y jurídico, que es lo que había elegido. Efectivamente, había triunfado en la vida; se había creado una sólida reputación profesional, tenía una buena posición económica, era requerido continuamente para impartir cursos y conferencias, su firma era sinónimo de prestigio en el ámbito financiero. Sí, había tenido una espléndida formación, pero en ella nunca estuvo incluida la asignatura de cómo gozar de la vida. Tantos profesores que le inculcaron el valor de la seriedad y la solemnidad y ninguno que le hablara de las virtudes de una cierta dosis de frivolidad. Los estudios y el conocimiento son fundamentales, claro, pero nadie le había enseñado que amar la vida es saber perder el tiempo porque muchas veces es un tiempo ganado.
Había practicado el baloncesto, el fútbol y el atletismo, y todo eso ahora le era totalmente inútil. Lamentaba no haberse dedicado a algo que pudiera servirle después de los cuarenta: el billar, el tiro con arco, los bolos, el ping pong. Si ahora pudiera volver a educarse, inventaría un centro donde se enseñara que tomar las cosas con mayor ligereza es una de las formas de sabiduría. Aprendería a patinar, a silbar, a montar en parapente, a hacer volteretas, a tocar la balalaika, a hacer algún juego de magia, a distinguir a los pájaros por su canto, a saltar a la comba, a navegar en un pequeño velero, a tallar una figura de madera con una navaja. Buscaría un colegio donde se enseñara a escapar de las reuniones sociales, a decir no a muchas invitaciones, a deshacer amistades, a no reír por compromiso los chistes de otros, a saber renunciar a determinado trabajo. Trataría de encontrar una escuela donde poder aprender que la consagración plena al trabajo en aras del bienestar material limita los horizontes de la vida, que lo inútil también tiene un valor a corto plazo y que saborearlo puede resultar muy saludable para el espíritu. Bien mirado, pensó, aun estaba a tiempo.

miércoles, 16 de enero de 2019

El panorama

Seguramente el modo más cómodo de vivir la actualidad es asomarse a ella como el espectador que otea el movimiento del mar desde un mirador, sin riesgo y sin implicaciones, pero con una visión amplia que permita un juicio ajustado. Ya desde antiguo fue una aspiración de quienes llegaron a la conclusión de que lo más digno de conocimiento era lo que estaba dentro de ellos mismos; que la serenidad del ánimo estribaba en tomar distancia del escenario y observarlo con ojos curiosos, como quien contempla la función continua del gran teatro del mundo. Los filósofos crearon el concepto de la epojé, la suspensión del juicio sobre la realidad, y los eremitas se retiraban a lo más recóndito del desierto a pensar solo en sí mismos. Poder situarse fuera del giro de la actualidad diaria posiblemente sería la sabiduría suprema. La actualidad ajena, claro está, porque la propia cada día nos viene con su afán y su sorpresa y su desgarro, y con ellos conformamos nuestro vivir y con ellos nos insertamos en la rueda diaria de la vida. Así nos damos cuenta de lo que realmente somos: complementos directos de mil verbos y casi nunca sujetos agentes de ninguno, sin poder modificar la sintaxis del mundo. Y pues que la noria de la feria gira, nos queda el recurso de contemplar sus vueltas, aunque sólo sea para darnos cuenta de lo poco que conseguimos con ello.
Lo cierto es que nada de lo que ocurre, sea donde sea, nos es indiferente, bien porque afecte a nuestros bolsillos o porque toque nuestros sentimientos. Nos han subido los impuestos y aún andan por ahí los socios catalanes del gobierno pidiendo que se suban más, que hay que recompensar con más inversiones en su tierra el apoyo que le dan para que siga en la Moncloa. La aprobación de los presupuestos viene a ser la consecuencia de un chantaje por parte de los ventajistas de siempre, mientras otras regiones siguen esperando con sus problemas de despoblación e infraestructuras a cuestas. Aquí se nos van las fábricas en busca de acomodos menos costosos. Y ya solo nos queda una mina, quién lo diría. Y cruzar la cordillera por autopista cada año se nos vuelve más caro. Y los plazos que se prometen para la ejecución de las obras son nubes etéreas que se desvanecen sin siquiera verlas.
En Europa el brexit sigue trayendo de cabeza al que se va y a los que se quedan, y la noticia se acompaña de la de las turbulencias políticas que causa la inmigración en algunos países, mientras en el París de las eternas revueltas vuelven a volar, semana tras semana, las iras y los desmanes callejeros de los descontentos, esta vez vestidos de amarillo. En América se ha abierto una nueva incógnita en Brasil, y en Venezuela sigue el desvarío de su dictador, empeñado en convertir en miserables a los habitantes del país más rico de América. En el siniestro recodo donde habita la ausencia de libertad, nace el caso de esa chica árabe que logró escapar de la cárcel mental a la que la había destinado su familia y salió de ella con una mirada confiada, que ojalá no sea nunca contaminada por el desencanto.
No todo es desesperanza; también la actualidad se nutre de hechos positivos, solo que a veces hay que adivinarlos entre la letra pequeña, porque no venden en el mercado del pesimismo, que es lo que parece que hay que vender.

miércoles, 9 de enero de 2019

En los confines de nuestro mundo

Durante millones de años la humanidad vivió convencida de que la Tierra era el centro del universo. Luego nos dimos cuenta de que no, de que era ella la que se movía en torno al Sol, y entonces estuvimos seguros de que éste y los cuerpos que se veían junto a él ocupaban el lugar principal del cielo. Era nuestra casa en la inmensa bóveda que teníamos sobre nuestras cabezas y, por supuesto, todo giraba a su alrededor. La Creación se resumía en ella. Las ansias de comprensión de lo desconocido y del profundo misterio que rodeaba nuestra existencia se reducían a una minoría y sus respuestas se basaban más en especulaciones intuitivas que evidencias empíricas, pero terminaron descubriéndonos la realidad: que ocupamos un sitio importante solo porque es nuestro. Que nuestra Tierra no es más que un planeta pequeño, que gira en torno a una estrella mediana, que gira a su vez perdida en el extremo de una modesta galaxia, que rueda también por el espacio a una velocidad inimaginable junto a millones de otras galaxias mayores que ella. 
Pero para nosotros el Sistema Solar viene a ser el universo entero. Lo conocemos, dentro de lo que cabe, estamos familiarizados con los nombres de sus ocho planetas y sus satélites, con los planetoides y asteroides que lo componen y con los cometas que lo cruzan. Hemos podido llegar con nuestra técnica a todos sus planetas mayores y a otros lugares más remotos, e incluso puede cabernos la esperanza de ocupar con nuestra presencia física algunos de ellos, aquellos a los que la distancia y sus condiciones físicas lo permitan, pero sabemos que jamás podremos salir de él. Y sabemos también que no hay en él más vida que la nuestra, al menos pluricelular. Ahora, en la noche de este fin de año, la sonda "New Horizons" ha llegado a sus confines, a un asteroide situado a 6.600 millones de kilómetros de la Tierra. Se llama Ultima Thule y es un insignificante pedrusco rocoso en forma de ocho, de unos 35 kilómetros de largo y 15 de ancho. Las fotografías que envió muestran una superficie rugosa e irregular, aunque más interesantes serán sin duda los datos que no se ven: cómo será el frío a 6.600 millones de kilómetros del Sol, ¿habrá día y noche?, ¿qué tiene en común con nosotros ese pequeño hermano nuestro, hijo de la misma explosión solar? La sonda, después de pasar a su lado y enviarnos casi mil imágenes, siguió su camino hacia el espacio sin fin; más allá solo encontrará la inmensidad del vacío y la negrura de la nada.
Buscar explicaciones a una realidad incomprensible es sin duda la vocación del ser humano. Convertir el mito en una incógnita susceptible de ser objeto de estudio por parte de la razón fue quizás el mayor paso de su historia. Entre el primer hombre que miró el cielo estrellado y se preguntó por primera vez de dónde procedía todo aquello, y los que han diseñado la sonda que nos envía fotografías de Ultima Thule ha pasado apenas un instante en el reloj cósmico, es cierto, pero lo limitado no puede abarcar lo ilimitado. Es posible que quedemos para siempre a la puerta del misterio. Uno se conforma con admirar a esos científicos que tratan de desentrañar el enigma del origen de lo que nos rodea y de conocer hasta el último rincón de nuestro Sistema Solar, en el borde mismo de la infinitud.

miércoles, 2 de enero de 2019

Nuevo año

Y sin querer, nos damos cuenta de que ya estamos en otro año, así, casi a traición, que esto del tiempo ni avisa ni tiene remedio. Nos toca hacer un alto, por breve que sea, y mirar a nuestro alrededor en un ejercicio ritual que apenas sirve para otra cosa que para comprobar que ni el mundo ni nosotros damos muchos pasos en el camino de la perfección, aunque nos consuele saber que poco podemos hacer fuera de nuestro pequeño alcance. Otra cosa es nuestro balance personal, ese repaso interior que en diferente medida todos sentimos necesidad de hacer para examinar el estado de las cuentas de nuestra vida. Los propósitos hechos a uno mismo en el enero anterior y seguramente quebrados antes de febrero; las promesas nacidas de la mejor intención e incumplidas, como casi todas las promesas, con la intención de volver a hacerlas; la determinación firmemente tomada de cambiar aquello que hay que cambiar para dar un giro a las normas de nuestra vida; todo eso que constituyen los peldaños en los que pretendemos apoyar los pasos de nuestro progreso personal, examinado ahora en su estado y renovado una vez más. Así nos marcan los años, que por algo son medidas de ciclo natural y nos arrastran consigo en su girar. Ahí no cabe la disculpa de nuestra impotencia.
El 2018 se va sin gran duelo, como todos, con pocos motivos para echarlo de menos. Será que somos muy exigentes con nuestro bienestar y cada vez toleramos peor las adversidades que nos brinda el hecho de vivir en este planeta. Por ahí fuera hemos visto las habituales embestidas de la naturaleza, que trajeron miles de muertes y desgracias sin fin: volcanes, tsunamis, terremotos, inundaciones, casi todo en el mismo sitio. Hemos asistido también a la reedición de un fenómeno tan antiguo como el hombre: el de una inmensa riada de personas emigrando en busca de un sitio donde poder comer; lo llamativo es que desde las escrupulosas conciencias de la progresía se echa la responsabilidad a los países que los acogen en vez de a los gobiernos de los suyos. Se han dado las protestas de siempre en muchos lugares, y las politiquerías y habituales juegos a varias bandas en todos.
Aquí hemos tenido un inesperado cambio en la Moncloa, forzando al límite las líneas de la lógica, que ha dado lugar a un gobierno que vive cobijado bajo una carpa de retales de diversos colores, con el temor continuo de que un desgarrón lo deje a la intemperie. Ha surgido un nuevo líder en la oposición, se ha registrado un cambio en Andalucía que parecía imposible, por la banda de estribor ha aparecido un nuevo partido en el que se ven reflejados muchos ciudadanos, y continuamos con la torrada catalana y el infinito cansancio que produce.
Y a todo esto, el año entra con sol, un sol tímido, como si supiera que está fuera de lugar. Aún no ha llegado la nieve a las montañas. Ni siquiera el frío, que este invierno se hace de rogar. El frío es buen alimento de introspecciones y melancolías, quizá por eso callan los pájaros y se ocultan las flores. Quizá por eso también son frías las celdas de los monasterios y las tierras de todos los pueblos de alma quebrada por una eterna nostalgia. En fin, voy a ser original: feliz Año Nuevo.


miércoles, 26 de diciembre de 2018

Navidad

La Navidad es ese tiempo necesario para poner en el año el espacio de sosiego que vamos echando en falta mes a mes. Días, aún sin pretenderlo y sin darnos cuenta, de introspección, alentada por una exigencia que terminamos viendo como natural de tanto estar presente a lo largo de los años. En Navidad todo modifica su dimensión, acaso porque necesitamos unos días para vivir siendo otros, aunque sea en una escala muy cercana. Los recuerdos se vuelven más vivos, también más dolorosos; los momentos felices de la infancia se hacen presentes sin apenas esfuerzo de evocación, se subliman algunos sentimientos y en todo parece encontrarse un punto extra de optimismo y un deseo de transmitir una felicidad soñada. Necesitamos la Navidad simplemente porque es un tiempo que alude a una dimensión situada más allá de la vulgaridad de la realidad. La necesitamos porque no nos alimenta un interruptor, sino un aliento que emana de lo más profundo de nuestra complejidad de seres humanos, dotados de un sentido espiritual del que no podemos prescindir. Se nos hace imprescindible dejarnos empapar cada año por la leve fuerza de una ilusión compartida, eso que llamamos, sin acertar a definirlo, el espíritu de la Navidad. Puede que bordee el campo de los usos sociales, pero en ese "Feliz Navidad" que oímos tantas veces estos días hay más que una fórmula mecánica; encierra el resumen de nuestra instalación interior, hecha de anhelos de paz y felicidad, y el deseo fervoroso de proyectarlos a los demás.
No hay otro aniversario tan largamente celebrado y compartido, al menos en la sociedad occidental, ni ninguno que represente con más fuerza nuestra identidad cultural. La celebración del nacimiento de un niño es siempre un motivo universal de alegría, y más cuando se le añade una condición trascendente mediante un mensaje de salvación, pero en la Navidad, además, a la bella historia se le han ido incorporando elementos a cual más sugestivos hasta convertirla en algo que ocupa el lugar preferente en el imaginario de nuestras vidas, ya desde la infancia. Puede que luego los años y los resabios la debiliten, pero terminará volviendo; siempre vuelve.
La enorme presencia de la Navidad se manifiesta en la poderosa fuerza de sus símbolos, que trascienden a un tiempo y a un lugar concretos para ser universales: la estrella, el árbol, los villancicos, las tres figuras de los Reyes, la de papá Noel, los regalos, la cabalgata, los dulces típicos y el que los resume casi todos con su inmenso poder de seducción visual: el belén. Cuántas caras infantiles asombradas, prendidas luego para siempre a la Navidad, ante la maravillosa visión del pueblo y de los caminos que llevaban al portal, sobre los que se erguía a lo lejos el castillo de Herodes.
Dejando aparte la condición dogmática del misterio que rememora, que eso pertenece al ámbito privado de la fe, la Navidad ha fecundado todas las ramas del arte, llenándolo de expresiones de alegría. Uno escucha, por ejemplo, el oratorio de Bach o el concierto de Corelli y quiere dejarse llevar también por su espíritu.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

El recuerdo


De todos los recuerdos de infancia que aún mantenía en algún rincón de su memoria, el único que seguía brillando con la misma intensidad de siempre era la Navidad. Tantos años que habían pasado, más de sesenta, y allí seguía, inmune al tiempo y al olvido. Le habían sacado de su tierra en esa edad en que la memoria aún es una nebulosa incapaz de fijar los recuerdos, y llevado a un país lejano, absolutamente distinto del suyo. Allí había vivido su ya larga vida sin ninguna inquietud por mirar hacia atrás, con la absoluta convicción de ser parte innata de él y sin imaginar ni por un momento que pudiese haber tenido un destino de vida diferente. Su único mundo estaba a su alrededor, y en él se habían desarrollado todas las circunstancias de su vivir: el trabajo, las necesidades diarias, la familia, los problemas, los amores. Y sin embargo, allí estaba aquel lejano recuerdo aferrado a lo más profundo de su mente sin debilitarse ni un solo momento; al contrario, con los años había ido adquiriendo unas líneas cada vez más definidas.
Una casa modesta en un pequeño pueblo; un fuego que ardía en la chimenea para espantar el frío de la tarde; los cristales empañados, pero dejando adivinar a través de ellos la blancura de los campos nevados. Su madre trajinando en la cocina y su padre tratando de colocar una guirnalda que había conseguido en algún sitio. Solitario el camino y silencioso el aire, adormecido el pueblo, sin más señal de vida que las pequeñas columnas de humo que salían de las chimeneas. Olía como pocas veces en la casa; a carne guisada y a arroz con leche. En la mesa se había puesto el mantel de tela. Y algo que no había vuelto a ver pero que jamás había olvidado: turrón. Luego, juegos, cánticos que hablaban de pastores, creía recordar, la visita de algún vecino que venía felicitar las fiestas. A medianoche, todos juntos a la misa en la iglesia, adornada para la ocasión. Esa noche se sentía importante porque se acostaba muy tarde. Al día siguiente su padre le llevaba a la ciudad a ver las calles iluminadas y el belén, ante el que se quedaba maravillado. Qué lejos todo aquello. Qué débil el recuerdo, pero qué persistente. Se había resistido toda la vida a morir y ahora se había convertido en una llamada. Tenía que volver para reencontrarse con él y vivir en paz su final. Diciembre acababa de empezar; aún tenía tiempo.
Sin pararse siquiera a descansar tras el largo viaje, subió hasta el pueblo. El recuerdo se fue haciendo más nítido en su mente: la nieve, el camino, el bosque, pero de las casas no salía humo y la soledad lo envolvía todo. Solo un viejo, que le miró con cara desconfiada, parecía ser el único signo de vida. Quizá fuera uno de sus compañeros de la escuela, pero antes de que pudiera hablarle entró en su casa. Fue hasta la iglesia y vio que estaba cerrada y sin ningún adorno. Con la mente confusa echó una última mirada al desolado entorno y emprendió el camino de la ciudad. Las calles estaban animadas, pero su iluminación era ahora una colección de luces sin ningún sentido ni alusión alguna a la fiesta que las motivaba. Buscó el maravilloso belén de su recuerdo; lo habían convertido en una maqueta de la ciudad. Dio la vuelta con una dolorosa sensación de pérdida, pero prometiéndose que jamás dejaría que su querido recuerdo desapareciese.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

La final

No deben de andar tan mal las cosas de la vida cuando el único pensamiento y la máxima obsesión que ocupa la mente de millones de personas es un partido de fútbol. O sí, quizá sí. Puede que sea justamente la válvula de escape de la realidad cotidiana, la vía que desagua las frustraciones y sinsabores del vivir diario, un modo de procurar equilibrar la balanza de la vida, casi siempre inclinada hacia el lado menos grato y poco dado a las alegrías. Esos miles de argentinos que inundaron este fin de semana las calles de Madrid siguiendo a los equipos de su alma en una circunstancia de excepcionalidad, estaban viviendo la plenitud de su decisión con una entrega alegre y despreocupada, como el que sabe que se halla ante un momento que hay que apurar con toda intensidad porque es irrepetible. Habían cruzado el Atlántico después de dos días de viaje en avión, un inacabable vuelo haciendo escalas en varios sitios; para muchos supuso un sacrificio económico de difícil recuperación; hubo quien vendió hasta el coche y quien se empeñó para un año, todo para estar unas horas en una ciudad de la que apenas iban a conocer nada, salvo, eso sí, lo que sucediera en el campo con sus equipos. Cuesta trabajo imaginar otra fuerza con más capacidad de mover voluntades por encima de todas las dificultades y bordeando los límites de la misma razón.
La hinchada que se acomoda en la grada es una masa homogénea, que metaboliza y convierte en una sola las diversas individualidades. Nadie va solo al campo, y si lo hace no tardará en asumir todas las propiedades de la suma. Es una masa unida por la ilusión del triunfo, por la visión deformada de sus propias posibilidades y por la convicción de estar participando en algo fundamental en sus vidas, pero también por la necesidad de descargar tensiones, de crearse un sentido de pertenencia, de encontrar una identidad, de sentirse importante por un tiempo y quizá por ser conscientes de estar ante una de las escasas oportunidades que se tienen de subir la autoestima. En todo caso, aglutinada por la pasión, sin importar lo que se pierda. Como justificación pueden aducir la frase de Kierkegaard: "Quien se pierde por su pasión pierde menos que quien pierde su pasión".
River y Boca vienen a ser los habituales dos gallos en el mismo corral, solo que estos son capaces de generar ardores más encendidos. Dicen los que los conocen que los dos tienen una masa social de estrato parecido, los dos tienen su origen en la emigración y unas hinchadas de estructura transversal que no son representativas de una clase social concreta. Y tienen también un largo historial de enfrentamientos fuera del campo, cuya muestra última fue la imposibilidad de jugar el segundo partido de la final en su ciudad. La normalidad con que se disputó en España ha suavizado en cierta medida la fama agresiva de sus aficiones, pero sobre todo ha mostrado, además de la eficacia de nuestras fuerzas de seguridad, una imagen de Madrid como lo que es: una ciudad acogedora, próspera, segura, animada y llena de atractivos.