miércoles, 23 de enero de 2019

Su colegio ideal

Estaba contemplando una vez más el camino por el que paseaba cada mañana. Solía llegar hasta un barrio de las afueras y allí se paraba a tomar su café antes de emprender el regreso. Y así todos los días desde que había estrenado la condición de recién jubilado. A veces coincidía con la salida de los chicos del instituto y se quedaba observándolos a través del ventanal del café, con la mente puesta en muchos años atrás. Era la misma escena de sus años de estudiante, las mismas carreras, las mismas risas desaforadas, las mismas conversaciones a gritos. Eso sí, más desinhibidos, con una idea bastante más cutre de la estética en el vestir, más ligeros de palabra y mucho más libres en su trato con el otro sexo. Pero, igual que entonces, forjando su equipaje para el futuro, según lo establecido, y haciéndolo inevitablemente a ciegas. Y más de una vez se había hecho una pregunta: si le dejaran volver a la juventud y elegir el colegio donde estudiar ¿qué tipo de centro elegiría? Desde la perspectiva de los años y de todas las experiencias vividas ¿cómo sería la escuela a la que iría si pudiera?
La suya había sido a la vez convencional y selecta; le había inculcado las normas sociales adecuadas para desenvolverse con éxito y dado los instrumentos para alcanzar una posición relevante en el mundo empresarial y jurídico, que es lo que había elegido. Efectivamente, había triunfado en la vida; se había creado una sólida reputación profesional, tenía una buena posición económica, era requerido continuamente para impartir cursos y conferencias, su firma era sinónimo de prestigio en el ámbito financiero. Sí, había tenido una espléndida formación, pero en ella nunca estuvo incluida la asignatura de cómo gozar de la vida. Tantos profesores que le inculcaron el valor de la seriedad y la solemnidad y ninguno que le hablara de las virtudes de una cierta dosis de frivolidad. Los estudios y el conocimiento son fundamentales, claro, pero nadie le había enseñado que amar la vida es saber perder el tiempo porque muchas veces es un tiempo ganado.
Había practicado el baloncesto, el fútbol y el atletismo, y todo eso ahora le era totalmente inútil. Lamentaba no haberse dedicado a algo que pudiera servirle después de los cuarenta: el billar, el tiro con arco, los bolos, el ping pong. Si ahora pudiera volver a educarse, inventaría un centro donde se enseñara que tomar las cosas con mayor ligereza es una de las formas de sabiduría. Aprendería a patinar, a silbar, a montar en parapente, a hacer volteretas, a tocar la balalaika, a hacer algún juego de magia, a distinguir a los pájaros por su canto, a saltar a la comba, a navegar en un pequeño velero, a tallar una figura de madera con una navaja. Buscaría un colegio donde se enseñara a escapar de las reuniones sociales, a decir no a muchas invitaciones, a deshacer amistades, a no reír por compromiso los chistes de otros, a saber renunciar a determinado trabajo. Trataría de encontrar una escuela donde poder aprender que la consagración plena al trabajo en aras del bienestar material limita los horizontes de la vida, que lo inútil también tiene un valor a corto plazo y que saborearlo puede resultar muy saludable para el espíritu. Bien mirado, pensó, aun estaba a tiempo.

No hay comentarios: