miércoles, 12 de diciembre de 2018

La final

No deben de andar tan mal las cosas de la vida cuando el único pensamiento y la máxima obsesión que ocupa la mente de millones de personas es un partido de fútbol. O sí, quizá sí. Puede que sea justamente la válvula de escape de la realidad cotidiana, la vía que desagua las frustraciones y sinsabores del vivir diario, un modo de procurar equilibrar la balanza de la vida, casi siempre inclinada hacia el lado menos grato y poco dado a las alegrías. Esos miles de argentinos que inundaron este fin de semana las calles de Madrid siguiendo a los equipos de su alma en una circunstancia de excepcionalidad, estaban viviendo la plenitud de su decisión con una entrega alegre y despreocupada, como el que sabe que se halla ante un momento que hay que apurar con toda intensidad porque es irrepetible. Habían cruzado el Atlántico después de dos días de viaje en avión, un inacabable vuelo haciendo escalas en varios sitios; para muchos supuso un sacrificio económico de difícil recuperación; hubo quien vendió hasta el coche y quien se empeñó para un año, todo para estar unas horas en una ciudad de la que apenas iban a conocer nada, salvo, eso sí, lo que sucediera en el campo con sus equipos. Cuesta trabajo imaginar otra fuerza con más capacidad de mover voluntades por encima de todas las dificultades y bordeando los límites de la misma razón.
La hinchada que se acomoda en la grada es una masa homogénea, que metaboliza y convierte en una sola las diversas individualidades. Nadie va solo al campo, y si lo hace no tardará en asumir todas las propiedades de la suma. Es una masa unida por la ilusión del triunfo, por la visión deformada de sus propias posibilidades y por la convicción de estar participando en algo fundamental en sus vidas, pero también por la necesidad de descargar tensiones, de crearse un sentido de pertenencia, de encontrar una identidad, de sentirse importante por un tiempo y quizá por ser conscientes de estar ante una de las escasas oportunidades que se tienen de subir la autoestima. En todo caso, aglutinada por la pasión, sin importar lo que se pierda. Como justificación pueden aducir la frase de Kierkegaard: "Quien se pierde por su pasión pierde menos que quien pierde su pasión".
River y Boca vienen a ser los habituales dos gallos en el mismo corral, solo que estos son capaces de generar ardores más encendidos. Dicen los que los conocen que los dos tienen una masa social de estrato parecido, los dos tienen su origen en la emigración y unas hinchadas de estructura transversal que no son representativas de una clase social concreta. Y tienen también un largo historial de enfrentamientos fuera del campo, cuya muestra última fue la imposibilidad de jugar el segundo partido de la final en su ciudad. La normalidad con que se disputó en España ha suavizado en cierta medida la fama agresiva de sus aficiones, pero sobre todo ha mostrado, además de la eficacia de nuestras fuerzas de seguridad, una imagen de Madrid como lo que es: una ciudad acogedora, próspera, segura, animada y llena de atractivos.

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