miércoles, 3 de abril de 2019

El pueblo


Cada mañana, en torno a las siete, comenzaba el día en la cuadra dando de comer a sus dos ovejas y a las gallinas, que le esperaban arremolinadas junto a la puerta del corral. Era una de sus horas favoritas, incluso en invierno: el frescor de la amanecida, el tímido resplandor que comenzaba a asomarse por el lejano horizonte, la sensación de ser el dueño absoluto del mundo; una sensación engañosa, bien lo sabía, pero nunca la había perdido. Era el momento de su toma de posesión diaria. Una mirada satisfecha a su alrededor, un frotarse las manos si el frío hacía temblar el cuerpo, a veces un suspiro de añoranza ante el campo adormecido. Luego, ya en casa, el sagrado rito del desayuno, el otro gran momento de la mañana: un par de huevos fritos con su chorizo y su vaso de vino, y ya podía el médico decir lo que quisiera; eso sí, terminaba siempre con un tazón de leche bien caliente. Hacía tiempo que se había acostumbrado a no necesitar reloj. La mañana se le iba en infinidad de actividades; había mucho que hacer, parecía mentira: ordeñar, partir leña, ordenar un poco la casa, hacer la comida. Después de recoger la mesa, la siesta, algún trabajo en su pequeño taller, la mirada de la tarde a los animales y sentarse un rato en el banco de afuera a ver la solitaria carretera, por la que muy de vez en cuando pasaba algún coche. Estaba solo en el pueblo desde hacía varios años, y ya no concebía una vida en otra compañía que la del perro que había aparecido por su casa una mañana y se había quedado junto a él. No se sentía abandonado; una vez a la semana pasaba por allí una furgoneta en forma de tienda ambulante que le aprovisionaba de todo lo que necesitaba; incluso el médico del pueblo vecino le visitaba a menudo para saber cómo estaba. A veces, cuando la melancolía ponía su peor cara, se echaba al camino y andaba los cinco kilómetros hasta ese pueblo y se sentaba un buen rato en la plaza solo para oír hablar a la gente, hasta que se daba cuenta de la vaciedad de sus palabras. No, no cambiaría su vida por ninguna. Había aprendido a vivir en su interior y daba por superfluo todo lo que podía llegarle de fuera.
Un día apareció por allí un coche con una pancarta. Se bajó una pareja joven, los dos vestidos con camisetas iguales y de aspecto desenvuelto; se acercaron a él, le saludaron y le explicaron que se estaba organizando una manifestación en Madrid para llamar la atención sobre el mundo rural y exigir la mejora de los pueblos para evitar su abandono; que debería inscribirse y asistir, que le recogería un autobús y que el viaje sería gratis. Les escuchó en silencio. Cuando acabaron de hablar, les invitó a sentarse en el banco a tomar un vaso de vino con unos tacos de queso y así hablar con más calma. Ellos miraron el reloj y respondieron que tenían mucha prisa y que no podían entretenerse ni un momento. Él se quedó callado, dejando deslizar la mirada sobre la inmensa calma de los campos solitarios y oyendo tan solo el profundo silencio que lo envolvía todo. Tenían prisa. Les miró con ojos entre socarrones y compasivos; ellos a su vez le miraban impacientes, esperando su respuesta. Cuando insistieron, movió la cabeza con una sonrisa y los despidió amablemente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso artículo. Cuando se tiene la oportunidad de hablar con gente que vive de esa manera te das cuenta de lo felices que son. Muy bonito y muy conmovedor