miércoles, 26 de diciembre de 2018

Navidad

La Navidad es ese tiempo necesario para poner en el año el espacio de sosiego que vamos echando en falta mes a mes. Días, aún sin pretenderlo y sin darnos cuenta, de introspección, alentada por una exigencia que terminamos viendo como natural de tanto estar presente a lo largo de los años. En Navidad todo modifica su dimensión, acaso porque necesitamos unos días para vivir siendo otros, aunque sea en una escala muy cercana. Los recuerdos se vuelven más vivos, también más dolorosos; los momentos felices de la infancia se hacen presentes sin apenas esfuerzo de evocación, se subliman algunos sentimientos y en todo parece encontrarse un punto extra de optimismo y un deseo de transmitir una felicidad soñada. Necesitamos la Navidad simplemente porque es un tiempo que alude a una dimensión situada más allá de la vulgaridad de la realidad. La necesitamos porque no nos alimenta un interruptor, sino un aliento que emana de lo más profundo de nuestra complejidad de seres humanos, dotados de un sentido espiritual del que no podemos prescindir. Se nos hace imprescindible dejarnos empapar cada año por la leve fuerza de una ilusión compartida, eso que llamamos, sin acertar a definirlo, el espíritu de la Navidad. Puede que bordee el campo de los usos sociales, pero en ese "Feliz Navidad" que oímos tantas veces estos días hay más que una fórmula mecánica; encierra el resumen de nuestra instalación interior, hecha de anhelos de paz y felicidad, y el deseo fervoroso de proyectarlos a los demás.
No hay otro aniversario tan largamente celebrado y compartido, al menos en la sociedad occidental, ni ninguno que represente con más fuerza nuestra identidad cultural. La celebración del nacimiento de un niño es siempre un motivo universal de alegría, y más cuando se le añade una condición trascendente mediante un mensaje de salvación, pero en la Navidad, además, a la bella historia se le han ido incorporando elementos a cual más sugestivos hasta convertirla en algo que ocupa el lugar preferente en el imaginario de nuestras vidas, ya desde la infancia. Puede que luego los años y los resabios la debiliten, pero terminará volviendo; siempre vuelve.
La enorme presencia de la Navidad se manifiesta en la poderosa fuerza de sus símbolos, que trascienden a un tiempo y a un lugar concretos para ser universales: la estrella, el árbol, los villancicos, las tres figuras de los Reyes, la de papá Noel, los regalos, la cabalgata, los dulces típicos y el que los resume casi todos con su inmenso poder de seducción visual: el belén. Cuántas caras infantiles asombradas, prendidas luego para siempre a la Navidad, ante la maravillosa visión del pueblo y de los caminos que llevaban al portal, sobre los que se erguía a lo lejos el castillo de Herodes.
Dejando aparte la condición dogmática del misterio que rememora, que eso pertenece al ámbito privado de la fe, la Navidad ha fecundado todas las ramas del arte, llenándolo de expresiones de alegría. Uno escucha, por ejemplo, el oratorio de Bach o el concierto de Corelli y quiere dejarse llevar también por su espíritu.

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