miércoles, 6 de marzo de 2019

El milagro de los viernes

Ha pisado el acelerador este Gobierno que nos ha sobrevenido, y que nadie ha elegido en las urnas, para comprar nuestros votos a cambio de unas cuantas golosinas sociales. Serán de reparto semanal. Los viernes, milagro. Como en la película de Berlanga, solo que allí era los jueves cuando San Dimas se aparecía al pueblo para llenarle los bolsillos de divisas. Pues aquí será los viernes cuando derramarán sobre nuestras vidas, a golpe de decreto, tales dones en materia social que, si nos quejamos, será por nuestro irremediable carácter inconformista y porque en todo tendemos a ver operaciones de clientelismo y ventajismo político para cazar votos acríticos. Que se trate de jugar la partida electoral con cartas marcadas aprovechando el sillón del poder, no importa mucho. Eso sí, ya veremos cómo se paga luego la factura; ya se verá qué se hace cuando la deuda sea más alta que el PIB y la negra sombra del rescate aparezca de nuevo; ya se llamará a otro partido para que se trague el marrón de los inevitables recortes que habrá que hacer. Pero ahora las elecciones están ahí y el votante, ante la urna, no suele reparar en esas menudencias.
Tampoco en ARCO se repara mucho en lo que se ve, como no sea para darse cuenta de que se ha metido uno en un espectáculo mercantilista en el que todo, desde los conceptos hasta los precios, está deformado. ARCO es esa feria del arte en la que el arte ocupa apenas una pequeña parcela y la extravagancia el resto. La feria de las vanidades sin causa, de las poses intelectualoides, de los mercaderes de la ingenuidad ajena, de la demostración de cómo se puede reducir el arte a la nada. De nuevo un tipo inmune al sonrojo, que no practica más arte que el de provocar, se las ha arreglado para llevarse todas las miradas y comentarios, aunque la mayoría estén teñidos de piadosa benevolencia. Su genial obra es un enorme muñeco con la cara del Rey, que este Fidias del siglo XXI trata de endosarle a alguien por el insignificante precio de 200.000 euros, a condición de que luego la queme. O sea, que queme 200.000 euros. Pues casi apostaría que algún memo con tarjeta de alta gama ya está llamando.
Luego está lo sustancial, eso que casi nunca es noticia si es positivo. De fuera nos dicen que somos el país más sano y saludable del mundo, gracias, entre otras cosas, a la dieta mediterránea y a la calidad de nuestro sistema sanitario. Estamos en el primer puesto del índice Bloomberg, que analiza la calidad de vida de 169 naciones. Después vienen Italia, Islandia y Japón, y, muy por detrás, países tenidos por mucho más desarrollados y que fueron siempre referencia a alcanzar, como Alemania, Francia o Estados Unidos. Ya son muchas las listas de materias en las que ocupamos puestos de cabeza. Algún día podríamos detenernos a examinarnos a nosotros mismos con objetividad y sin complejos para ver lo que hemos logrado y darnos cuenta de que tenemos la suerte de vivir en uno de los países más envidiables del mundo. Y lo seríamos aún más si desaparecieran tantos apegos a los terruños y tanta exaltación de lo particular, y si desde las alturas políticas y mediáticas se procurase cuidar más nuestra autoestima nacional.

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